Muchas personas consideran que
Donald Trump es una singularidad dentro de un sistema que posee sabiduría
inmanente. Contra esto habla una historia que se repite en una mezcolanza de
tragedia y comedia, donde nadie se ríe ni resulta purificado por la patética
sucesión de emociones estremecedoras al saberse que el Botón Rojo está a merced
de un inestable que puede desatar todas las furias del Apocalipsis.
Aquel 1968 un fantasma recorre el
mundo: el de la revolución social. Desde México hasta Paris, pasando por los
EEUU de Johnson, tórridos aires de protesta animan a las masas, impulsadas por
los jóvenes, los estudiantes, las minorías, llenando de temor a los estratificados
sectores conservadores atrincherados en el inmovilismo tradicionalista. La
confrontación social trascendió en un movimiento cultural que hasta hoy configura
el rostro de toda la década. En Norteamérica, el 68 es “los sesenta” en el
sentido arquetípico en que es recordado, entre el verano del amor y Woodstock, el idealismo desarrapado y
trascendentalista de los hippies, el LSD y la sicodelia, el repudio a la guerra
de Vietnam y el activismo social. Agreguemos inflación y paro y tendremos el
escenario de extrema polarización donde se produjeron los magnicidios de Martin
Luther King y del candidato demócrata, liberal y contrario a la continuación de
la guerra en Indochina, Robert “Bobby”
Kennedy.
Ante este clima, las fuerzas conservadoras
obnubiladas respondieron como siempre, con un mantra de reacción militante que
se corporizó en un presidente de rasgos surrealistas, Richard Milhous Nixon. El
sistema, en lugar de pasar a DEFCON 1 ya que Nixon representaba una amenaza
para si mismo y para todo el mundo, lo adoró. Pareció normal que el presidente
se pareciera muy poco al eterno candidato, pues lo verdaderamente asombroso es
que en ese modelo lo habitual es encontrarse con el hecho de ser engañados y
manipulados a discreción para dar lo que quiere una inescrupulosa canalla
profesional en una especie de estupro político consuetudinario.
Fuera de los EEUU, pocos
recuerdan a Nixon, y aún allí solo se le asocia entre los más jóvenes con la
turbia imagen de un caricaturesco tramposo con rostro y hechura de Polichinela,
protagonista de un confuso episodio de conspiración asociado a una película
famosa de Robert Redford y Dustin Hoffman, un libro no menos célebre de investigación
periodística y un enigmático personaje en las sombras identificado con el
nombre de una película porno, lo que no deja de ser significativamente irónico.
Racista, antisemita y anticomunista descaracterizado entre sus allegados,
moduló su discurso público al dictado de la conquista y conservación del poder,
su pasión más profunda. Pero nadie puede luchar contra su naturaleza. Los
colaboradores más cercanos lo calificaron como un ser tortuoso, extraño y
contradictorio. Barry Goldwater afirmó que era “el individuo más deshonesto”
que había conocido y Kissingenr dijo que era un bebedor maníaco y tal vez no
del todo cuerdo. En su ascenso a la presidencia hubo de todo: suerte
–difícilmente hubiera derrotado al muy popular y políticamente más coherente Robert
Kennedy de no haber mediado la bala fatal del asesino–, dinero sucio de las
dictaduras, el voto racista de los estados sureños descontentos con las
políticas integracionistas en materia de derechos civiles de Johnson y
torrentes de cenagosa demagogia explotando “los miedos sociales de una
Norteamérica media, de una «mayoría silenciosa» a la que costó poco convencer
de que todos los males que sufría el país –Norteamérica se había convertido,
diría en sus discursos, en «la más violenta nación sin ley en la historia de
los pueblos libres»– procedían de la actuación en el gobierno de unas élites
cultas y liberales, asociadas al Partido Demócrata, que se habían hecho
responsables de la decadencia moral del país con su tolerancia hacia los
estudiantes opuestos a la guerra de Vietnam, hacia el black power, la enseñanza progresista en las escuelas y
universidades, la libertad sexual y el consumo de drogas”(Joseph Fontana, Por el bien del imperio). Una
personalidad tan contradictoria como la de Nixon hace que uno se sienta tentado
a decir que fue la encarnación de una época contradictoria. En realidad él solo
encarnaba lo peor de esas tendencias en pugna, que no es lo que a la postre
define idealmente aquellos años.
Obsesionado, como todos los
presidentes, con su legado, esperaba ser recordado por la distensión, las
negociaciones entre grandes potencias, y la “doctrina Nixon”. Pero ninguno de
sus esfuerzos en estos terrenos sobrevivió largo tiempo a su gestión al frente
del ejecutivo. Rodeado de fundamentalistas y extremistas, inició el reinado en
la política norteamericana de personas de “una religiosidad ostentosa” y escasa
formación cultural que dominarían el entramado republicano en las próximas
décadas hasta el presente, como Ronald Reagan, George W. Bush y Donald Trump.
Este último le debe, además, la grosera desfachatez.
En el reparto de apodos con que
la vox populi ha etiquetado a las
figuras públicas, Nixon no salió tan mal. Después de todo, existió un Ibrahim el Desquiciado (1616-1648), sultán
otomano que hizo ahogar en el Bósforo a las 280 mujeres de su harén. Es mejor
que te digan tramposo antes que desquiciado, aunque Nixon fue las dos. Su
legado más perdurable fue precisamente habilitar el despacho oval para los
sucesores de igual caletre.
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