Páginas

miércoles, 1 de noviembre de 2017

La larga sombra de Dick el Tramposo




Muchas personas consideran que Donald Trump es una singularidad dentro de un sistema que posee sabiduría inmanente. Contra esto habla una historia que se repite en una mezcolanza de tragedia y comedia, donde nadie se ríe ni resulta purificado por la patética sucesión de emociones estremecedoras al saberse que el Botón Rojo está a merced de un inestable que puede desatar todas las furias del Apocalipsis.

Aquel 1968 un fantasma recorre el mundo: el de la revolución social. Desde México hasta Paris, pasando por los EEUU de Johnson, tórridos aires de protesta animan a las masas, impulsadas por los jóvenes, los estudiantes, las minorías, llenando de temor a los estratificados sectores conservadores atrincherados en el inmovilismo tradicionalista. La confrontación social trascendió en un movimiento cultural que hasta hoy configura el rostro de toda la década. En Norteamérica, el 68 es “los sesenta” en el sentido arquetípico en que es recordado, entre el verano del amor y Woodstock, el idealismo desarrapado y trascendentalista de los hippies, el LSD y la sicodelia, el repudio a la guerra de Vietnam y el activismo social. Agreguemos inflación y paro y tendremos el escenario de extrema polarización donde se produjeron los magnicidios de Martin Luther King y del candidato demócrata, liberal y contrario a la continuación de la guerra en Indochina, Robert “Bobby” Kennedy.

Ante este clima, las fuerzas conservadoras obnubiladas respondieron como siempre, con un mantra de reacción militante que se corporizó en un presidente de rasgos surrealistas, Richard Milhous Nixon. El sistema, en lugar de pasar a DEFCON 1 ya que Nixon representaba una amenaza para si mismo y para todo el mundo, lo adoró. Pareció normal que el presidente se pareciera muy poco al eterno candidato, pues lo verdaderamente asombroso es que en ese modelo lo habitual es encontrarse con el hecho de ser engañados y manipulados a discreción para dar lo que quiere una inescrupulosa canalla profesional en una especie de estupro político consuetudinario.

Fuera de los EEUU, pocos recuerdan a Nixon, y aún allí solo se le asocia entre los más jóvenes con la turbia imagen de un caricaturesco tramposo con rostro y hechura de Polichinela, protagonista de un confuso episodio de conspiración asociado a una película famosa de Robert Redford y Dustin Hoffman, un libro no menos célebre de investigación periodística y un enigmático personaje en las sombras identificado con el nombre de una película porno, lo que no deja de ser significativamente irónico. Racista, antisemita y anticomunista descaracterizado entre sus allegados, moduló su discurso público al dictado de la conquista y conservación del poder, su pasión más profunda. Pero nadie puede luchar contra su naturaleza. Los colaboradores más cercanos lo calificaron como un ser tortuoso, extraño y contradictorio. Barry Goldwater afirmó que era “el individuo más deshonesto” que había conocido y Kissingenr dijo que era un bebedor maníaco y tal vez no del todo cuerdo. En su ascenso a la presidencia hubo de todo: suerte –difícilmente hubiera derrotado al muy popular y políticamente más coherente Robert Kennedy de no haber mediado la bala fatal del asesino–, dinero sucio de las dictaduras, el voto racista de los estados sureños descontentos con las políticas integracionistas en materia de derechos civiles de Johnson y torrentes de cenagosa demagogia explotando “los miedos sociales de una Norteamérica media, de una «mayoría silenciosa» a la que costó poco convencer de que todos los males que sufría el país –Norteamérica se había convertido, diría en sus discursos, en «la más violenta nación sin ley en la historia de los pueblos libres»– procedían de la actuación en el gobierno de unas élites cultas y liberales, asociadas al Partido Demócrata, que se habían hecho responsables de la decadencia moral del país con su tolerancia hacia los estudiantes opuestos a la guerra de Vietnam, hacia el black power, la enseñanza progresista en las escuelas y universidades, la libertad sexual y el consumo de drogas”(Joseph Fontana, Por el bien del imperio). Una personalidad tan contradictoria como la de Nixon hace que uno se sienta tentado a decir que fue la encarnación de una época contradictoria. En realidad él solo encarnaba lo peor de esas tendencias en pugna, que no es lo que a la postre define idealmente aquellos años.

Obsesionado, como todos los presidentes, con su legado, esperaba ser recordado por la distensión, las negociaciones entre grandes potencias, y la “doctrina Nixon”. Pero ninguno de sus esfuerzos en estos terrenos sobrevivió largo tiempo a su gestión al frente del ejecutivo. Rodeado de fundamentalistas y extremistas, inició el reinado en la política norteamericana de personas de “una religiosidad ostentosa” y escasa formación cultural que dominarían el entramado republicano en las próximas décadas hasta el presente, como Ronald Reagan, George W. Bush y Donald Trump. Este último le debe, además, la grosera desfachatez.

En el reparto de apodos con que la vox populi ha etiquetado a las figuras públicas, Nixon no salió tan mal. Después de todo, existió un Ibrahim el Desquiciado (1616-1648), sultán otomano que hizo ahogar en el Bósforo a las 280 mujeres de su harén. Es mejor que te digan tramposo antes que desquiciado, aunque Nixon fue las dos. Su legado más perdurable fue precisamente habilitar el despacho oval para los sucesores de igual caletre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario