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miércoles, 5 de junio de 2019

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Quizás pocos recuerdan que San Pablo en la primera parte de su vida fue un judío ortodoxo, celoso guardador de la Ley del Antiguo Testamento y furioso perseguidor de cristianos. Los Hechos de los Apóstoles lo describen como que respiraba “amenazas de muerte contra los discípulos del Señor” (Hechos, 9:1). Pero en un momento todo eso cambió y hoy muchos le reconocen el merito de haber sido no solo el más activo Apóstol de Jesucristo, sino incluso el codificador y clarificador de la Teología de la nueva fe cristiana a través de sus brillantes epístolas. Para que ese cambio tuviera lugar fue necesario que se le apareciera el Señor mismo, y con palabras llenas de sentimiento le dirigiera aquel estremecedor reproche: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”(Hechos, 9:14). Al cambio operado en la vida de Saulo de Tarso en aquel lugar entre Jerusalén y Damasco se le denomina conversión.

Lógicamente, todo cambia constantemente como ya sabía Heráclito hace muchos siglos. Por eso el filósofo de Éfeso es considerado uno de los padres de la dialéctica. En una vida humana, generalmente a los cambios que se operan con el paso de los años se les asocia de una forma negativa con el proceso de envejecimiento, pero no son los únicos ni los más acusados. La literatura está llena de referencias muy amargas al hecho de que el tiempo implacable nos transforma en algo muy diferente a lo que fuimos. Alejo Carpentier escribió en algún momento algo asi como que “entre el yo presente, y el que hubiera querido ser, se ahonda el abismo de los pasos perdidos”. Por pasos, en una exégesis más bien laxa, entiendo ilusiones, las que guardan bien poca relación, desde luego, con la parte física o biológica del componente de la persona humana; en la elaboración de la idea de Carpentier más bien se toma como referente un momento en nuestras vidas en que la distancia del tiempo nos asegura que éramos mejores, más coherentes con un idealismo militante que a la luz del cinismo fatalmente desarrollado con los años casi nos parece ingenuo, aunque deseable, y luego la vida, los cambios, las pérdidas, las renuncias, las adaptaciones, las asociaciones, los pactos, las transacciones, nos convierten en lo que somos: una trágica caricatura de lo que una vez quisimos ser. Y basta adquirir conciencia de ello para que aún haya esperanza, recordando aquella etapa en que nos creíamos heroicamente llamados a un destino superior. Freud afirmaba que toda persona está convencida de su propia inmortalidad. Quizás esta convicción existe como un extraño mecanismo de adaptación y supervivencia. O quizás “ese mito demencial” encierra otras verdades y no estaba errado Nietzsche cuando hablaba de un círculo del retorno eterno, citado por Kundera al inicio de La insoportable levedad del ser, y de verdad de alguna retorcida manera somos inmortales: “La idea del eterno retorno es misteriosa y con ella Nietzsche dejó perplejos a los demás filósofos: ¡pensar que alguna vez haya de repetirse todo tal como lo hemos vivido ya, y que incluso esa repetición haya de repetirse hasta el infinito!”.

En algunos casos, para dar marcha atrás y retornar al camino en el momento en que empezó a torcerse, cuando sin darnos cuenta empezamos a renunciar al proyecto, un proceso compuesto de etapas que se van sedimentando como capas de manera imperceptible con la acumulación de decisiones equivocadas a lo largo de los años, no habría que esperar un nuevo ciclo de destrucción-creación de tipo cosmogónico y posiblemente baste, más que con un cambio, con una conversión: algo raigalmente transformador que permita reconquistar el proyecto y convertirnos, más que en lo que fuimos, en lo que alguna vez soñamos llegar a ser. Y aunque suene a manual barato de autoayuda, lo cierto es que el único paraíso definitivamente perdido es el que renunciamos a reconquistar, al igual que, como bien saben los militares, la única batalla perdida es la que previamente se consideraba perdida.

Sería arrogante esperar una interpelación personal de la divinidad al modo de la revelación que recibió San Pablo camino a Damasco para movernos al cambio. Con frecuencia experimentamos eventos fuertemente simbólicos, algunas veces traumáticos y otras sutiles, que bastan para convocarnos a la conversión, a un cambio radical en los estilos de vida, las metas y las interacciones con los demás, porque a fin de cuentas, la vida no es para siempre, y aunque lo fuera, no vale la pena vivir acosados por la sospecha de que lo pudimos haber hecho mucho mejor. Y si a fin de cuentas, como creía Nietzsche, estamos atrapados en un fatal círculo infinito de nacimiento-muerte, más vale hacerlo bien, o estaremos replicando los mismos desaciertos por toda la eternidad, y los mismos errores resonaran por la inmensidad desolada del universo una y otra y otra vez.

lunes, 29 de abril de 2019

La libertad de estar preso





Recientemente me pidieron un libro en circunstancias muy particulares. Primero, el peticionario, abogado especializado en derecho agrario y económico, sufre prisión por una tipicidad, el cohecho, que en estos tiempos casi se ha convertido en viral y está siendo duramente perseguida por el gobierno, sin resultados visibles. Segundo, me advirtió que probablemente no recuperaría el libro. No pude dejar de pensar con cinismo en Groucho Marx cuando bromeaba que la televisión ha hecho mucho por su educación: cada vez que alguien la encendía, él corría a otra habitación a leer un libro. En otros casos, como en este, no es la caja mágica, antes de rayos catódicos y hoy de pantalla plana y plasma, pero igualmente opio para las masas, sino el rudo “tanque”, entiéndase cárcel, lo que tiene un saludable efecto potenciador de la cultura.

También quiso que se lo dedicara, pero, ¿qué palabras dedicar a alguien que se encuentra en esta situación? Por otra parte, la dedicatoria de libros es casi un subgénero literario. La cárcel no es el fin del mundo, porque como decimos los cubanos que estamos fuera, de la tumba no se sale, pero del “tanque” si. Además, a despecho de la intención de los captores, han existido prisiones fecundas. Hoy conocemos a Julius Fucik básicamente por su “Reportaje al pie de la horca”. Mucho de lo mejor de Gramsci fue escrito en prisión, y no hay cubano que no conozca el famoso alegato de Fidel “La historia me absolverá”. Aquel pedante de Francisco I escribía a su madre desde el seguramente insoportable encierro a que lo tenía reducido su aborrecido enemigo Carlos V tras el descalabro de Pavía: “Todo se ha perdido menos el honor”. Como quien dice, mientras hay vida hay esperanza. Pero no creo que nada de esto reconforte a un espíritu atribulado por la falta de libertad.

Sin embargo, el tema de la libertad puede conducir por caminos discursivos capciosos. ¿Cómo escribir una dedicatoria aleccionadora a un preso sin recordarle que para perder algo, primero hay que poseerlo? Esquilo nos recuerda en su Prometeo encadenado que todos somos reos de la necesidad. Por otra parte, desde que nos pusimos las cadenas de la vida en sociedad que tanto aborrecía Rousseau –sin privarse de disfrutar a discreción sus beneficios agregados –, la libertad se reduce exclusivamente a hacer lo que nos está permitido, algo que es desafiado desde la época de Diógenes. En virtud del Contrato Social, el individuo renuncia a una cuota sustancial de libertad a favor del Estado, que se convierte en albacea o fideicomisario de la libertad de todos los individuos.

El magnifico Erich Fromm decía: “si soy lo que tengo, y si pierdo lo que tengo, entonces ¿quién soy?”. Porque la persona humana es mucho más que la suma de lo que posee, incluyendo la libertad. Baste recordar a Robert Burns que afirmaba que “un hombre es un hombre en cualquier caso”. O Montaigne que decía que donde quiera que haya un hombre se encuentra presente la forma entera de la condición humana. Hasta en una cárcel. Porque si de lo que te privan es de la libertad, podemos preguntar: ¿la libertad de que? Para alguien en situación de pobreza extrema, la libertad de morir de hambre. Para otros, la libertad de ser virtuosos porque se es muy pobre para pecar, o la libertad de andar descalzo si no tienes zapatos, o de pasar frío si careces de abrigo, o de dormir a la intemperie disfrutando el dosel maravillosamente estrellado del firmamento si no tienes casa.

En fin, estimado amigo y colega, ahí va mi dedicatoria, la que no pude ponerte en el libro que nunca te di: La cárcel te puede quitar muchas cosas, pero no la libertad.

lunes, 21 de enero de 2019

La insoportable mortalidad del ser




La muerte es una catástrofe. De hecho, es la mayor de todas las catástrofes. Esta cruda realidad, acechante siempre, y posiblemente causa de todas las neurosis humanas, no la alivia ni la religión, que la ve como tránsito, ni la filosofía banal que aconseja imperturbabilidad ante lo inevitable. Un mundo en el que existe la muerte nunca puede ser considerado un mundo normal. Una especie que alcanzó un punto de su propia evolución en que le es posible racionalizar la muerte, la única especie que puede hacerlo por cierto, que convive con ella, que constantemente se ve confrontada con la certeza de su inevitabilidad, tiene que ser una especie severamente perturbada. La conciencia de existir la recibimos con el veneno oculto de la conciencia de que vamos a morir.

Si saber que vamos a morir es perturbador, saber que las cosas nos sobreviven es morboso. Los antiguos egipcios, y muchos pueblos llamados bárbaros, tuvieron la sabiduría digna del mayor elogio, de enterrar a los muertos con las cosas que usaron en vida. Quizás lo hacían poseídos de un pensamiento puramente utilitario, convencidos de que tras ese umbral que se abría al apagarse todos los signos vitales, la vida continuaba. O tal ves simplemente se rebelaban ante la idea de que las sandalias, o el cincel, o el sombrero que lo acompañaron siguieran en este mundo cuando su dueño ya no estaba en el.

Recuerdo que tras la muerte del padre de un gran amigo, hace ya muchos años, me quedé conmocionado al contemplar las herramientas de trabajo, esas cosas tan inmediatas que cobran una especie de personalidad en relación con su dueño y que conservan visibles muestras del desgaste y el uso en el proceso de irse acomodando a sus manos y a sus hábitos de trabajo, prolijamente acomodadas en el mismo lugar en que las manos del muerto las pusieron la última vez. Me sentí rodeado como por un vacío triste, una molesta sensación de estar profanando algo, y de no saber que hacer con aquellas cosas que parecían repentinamente muertas también.

En vista de todo esto, considero una buena práctica detenernos de vez en cuando a pensar en el sentido que puede tener gastarnos este corto espacio entre dos infinidades acarreando cosas –como el escarabajo con su bola de estiércol – que al final, cuando ya no estemos, solo servirán para proclamar nuestra terrible fragilidad de una manera casi burlona, ya que, como dijo alguien, de nada sirve ser el muerto más rico del cementerio. Si Dios existe, y lo creo, somos el producto de un momento, si es que la divinidad, en su solitaria eternidad tiene momentos, en que se encontraba particularmente dispuesto al sarcasmo.