I
En
1938, Eduardo Abela pintó el famoso óleo “Guajiros” donde se aprecia una escena
rústica de un grupo de habitantes de nuestros campos en el que no faltan los
elementos en torno a los cuales giraba su vida, según la imagen idealizada y
canónica prevaleciente desde principios del siglo XIX: el caballo, la mujer y
los gallos. Así lo había escrito Cirilo Villaverde en su “Excursión a
vueltabajo” (Consejo Nacional de Cultura, Ministerio de Educación. 1961. p.41):
“Después de la moza, el caballo y el machete, no hay objeto, no hay diversión
que llame tanto la atención del guajiro, como sus gallos y sus perros”.
No es casual que Abela resalte
los elementos que pueden poner de relieve lo autóctono y nacional en la
identificación simbólica de un grupo social tan definitorio de la cubanidad
como el guajiro. Decía Álvaro de la
Iglesia en sus Tradiciones Cubanas (Editorial Arte y
Literatura, La Habana,
1983. p.238) “que a los campos habrá de ir a refugiarse la poesía de nuestro
pueblo”. La vanguardia pictórica cubana a la que, además de Abela, también
pertenecían Víctor Manuel y Carlos Enríquez entre otros, ponían todo su empeño,
como decía Marinello, en cobijar “esencias criollas” captando lo propio, “no
como formulas para hacer arte a la moda”. El pintor Marcelo Pogolotti,
integrante de este grupo, expresa: “Veníamos de diversas procedencias con el
propósito doble de renovar la pintura y de interpretar, incluso descubrir,
nuestro país, en lo que coincidíamos sin saberlo con la resurrección del
sentimiento nacional. La ausencia no había enfriado el amor a nuestra tierra.
La queríamos y anhelábamos expresar su alma con la máxima elocuencia de los
medios pictóricos” (Jorge Ibarra. Un análisis psicosocial del cubano:
1898-1925. Ed. Ciencias Sociales. La
Habana, 1994. p.168). Es así como de los pinceles de estos
artistas surge nuestra campiña poblada con sus tipos característicos, desde la
imagen ideal de Abela como manifestación de una voluntad orientada al “rescate
y la afirmación de lo nacional a través de sus elementos representativos”,
hasta la crudeza de Carlos Enríquez con sus personajes famélicos salidos de la
reconcentración weyleriana.
Sin dudas, un motivo muy
recurrido por la vanguardia pictórica en su empeño por reflejar los elementos
identitarios en esa “década crítica” del despertar de la conciencia nacional,
es la imagen de los gallos de pelea. Al asumir y recrear el autorreconocimiento
como parte de una nación, se recurre a la utilización de símbolos canónicos de
los elementos que conforman lo típicamente cubano, y la vanguardia artística no
dudó en incluir a los gallos de pelea o de lidia en sus cuadros.
II
Si en
el siglo XVII “presenta sus perfiles iniciales el criollo, un nuevo tipo social deferente a sus progenitores
españoles, africanos e indios” (Historia de Cuba. Eduardo Torres-Cuevas y Oscar
Loyola Vega. P.83), ya para “mediados
del siglo XVIII la sociedad criolla había logrado consolidarse” (id. P.97). En
esta etapa se escriben obras cuyo objetivo era crear la memoria histórica de
los orígenes y evolución de la
Isla. Se había desarrollado un sentimiento de pertenencia a
la tierra sentida como patria, como lo expresa José Martín Felix de Arrate en
estos versos: “Aquí suelto mi pluma ¡ó patria amada, /Noble Habana, ciudad
esclarecida!”(id.p.98).
También
para esta época queda bien delineada la imagen típica del campesino cubano que
sería revelada por la literatura costumbrista del siglo XIX. “Los campesinos
viven en el clásico bohío de palma, guano y piso de tierra, visten calzones
largos y camisas de lienzo ordinario, los zapatos son altos de piel mal
curtida, se protegen del sol con sombreros de paja y usan machete al cinto, con
lo que ya aparece bastante definido el arquetipo del campesino
cubano”(id.p.117). En la obra que hemos
venido citando, los historiadores Eduardo Torres-Cuevas y Oscar Loyola Vega, al
hablar “De la vida cotidiana y otros temas” olvidan, quizás por los prejuicios
tradicionales, un elemento importante en la vida diaria ya desde entonces y que
se mantuvo durante todo el siglo XIX y principios del XX: las peleas de gallos.
Tanto es así, que Francis Robert Jameson en sus “Cartas habaneras” pudo escribir
en 1820 “que las vallas de gallos han resultado lo bastante valiosas para
convertirse en monopolios reales”[1].
Tan
extendida estaba este tipo de actividad lúdica que un viajero de visita en La Habana por 1833 atestigua
que hasta los representantes del clero lo practicaban: “De la misa van a la
valla de gallos y de la valla de gallos a la misa, y a veces llegan tarde a la
misa por haberse quedado hasta el final de una pelea. Se les puede ver en
Guanabacoa, con sus hábitos eclesiásticos, siguiendo con interés una pelea
entre un gallo favorito y el de un negro esclavo, que ha apostado su dinero
contra el indigno sacerdote”[2].
Los
extranjeros que visitaban Cuba quedaban asombrados por el ambiente cultural
prevaleciente en las vallas de gallos, “donde las relaciones interraciales e
interclasistas se volvieran informales, y convirtieran al espacio y sus
asistentes en transgresores o posibles transgresores de las directivas de la
autoridad” (Pablo Riaño San Marful. ob.cit.p.38). Este escenario que propende a
la desmitificación espacial de las jerarquías sociales no podía ser del agrado
del despotismo colonial ostentado por los capitanes generales con facultades
omnimodas lo cual se refleja en las disposiciones restrictivas de Leopoldo
O`Donell en 1844. El absolutismo estaba reñido con el menor atisbo de
manifestación democrática, ni aún en el ambiente informal de una valla de
gallos.
José
Antonio Saco dice, refiriéndose a las peleas de gallos, que “estas, por un
fenómeno social, forman entre nosotros una democracia perfecta, en que el
hombre y la mujer, el niño y el anciano, el grande y el pequeño, el pobre y el
rico, el blanco y el negro, todos se hallan confundidos en el estrecho recinto
de la valla” (Riaño.ob.cit.p.35). Esteban Pichardo también señala el carácter
abierto y participativo que se establece en una valla de gallos al calor del
entusiasmo y la actividad febril “que aturden al que contempla esa reunión más
democrática que ninguna otra; el caballero apuesta con el mugriento, el
mozalbete trata con el anciano orgullosamente; el condecorado acepta la
proposición del Guajiro; el Negro manotea al noble; todos hablan o
gritan a un tiempo”.[3]
Pablo
Riaño San Marful destaca este elemento de interrelación social y
desarticulación del orden colonial, de la elaboración de un espacio subjetivo
común tácitamente aceptado por todos, nacido espontáneamente en el proceso de
creación e interpretación de la nación. “En las fuentes consultadas – dice –,
la valla aparece como sitio destacado para producir y reproducir la
sociabilidad, entendida en su faceta de proceso de relaciones. En dicho espacio
se destaca la mezcla, confraternización y pérdida gradual de las diferencias
sociales” (Riaño. ob. cit. p.19). Agrega que “la valla funciona en muchos
casos, como un espacio abierto a todos los sujetos sociales”(id.p.19).
Este
elemento de inclusión es doblemente significativo en un ambiente signado por la
sistemática y rigurosa marginación de las diferencias. El tratamiento a la
diversidad en una sociedad esclavista no podía tener otra base que la
discriminación y privación de derechos y oportunidades a amplios sectores, como
reflejo de una pétrea estratificación socio-clasista.
La
valla ofrece un espacio donde se realiza la quimera de poner a todos los
hombres al mismo nivel, en igualdad de condiciones y oportunidades, ya que la
suerte, elemento importante en una actividad como las peleas de gallos, no
hacía diferencias entre el pobre o el rico, el noble o el esclavo. En este
lugar el esclavo podía vencer al amo, o el guajiro al oficial de la colonia.
“Los sujetos sociales excluidos de otros espacios encontraban en la valla de
gallos, la posibilidad de una realización económica y prestigio social, que no
se producía fuera de ella” (Riaño. ob. cit. p.26).
Algo
muy distinto ocurría en la otra diversión que ocupaba la predilección de los
cubanos durante la colonia: las corridas de toros. “La plaza de toros (…) establece
la jerarquización de su espacio, antes y durante la corrida. Lugar de
encuentro, pero no de mezcla de identidades grupales o clasistas, en las lidias
taurinas los asientos eran alquilados, las funciones podían ser de igual modo
reservadas para actos de homenaje a entidades políticas, cuerpos militares
españoles, o personalidades y asociaciones elitistas. Así, la plaza, como
espacio público, reproduce las jerarquías existentes en la sociedad. En ella,
los nobles se sentaban separados de otros sectores o, por lo menos, en estrados
o palcos que señalaban su alta posición política y solvencia económica” (Riaño.
p.181). Hippolite Pyron, un francés que en 1876 publicó un libro de viajes
sobre Cuba, observó que “si bien los habitantes de Cuba son aficionados a las
peleas de gallos, no lo son a las de toros. Una compañía de toreros bastante
hábiles vino aquí durante mi estancia y provocó más horror que interés. Su
éxito resultó mediocre”.[4]
Mientras
las corridas de toros asumen en Cuba una perspectiva española y españolizante,
las peleas de gallos devienen elemento distintivo de la identidad nacional. En
particular, constituyen atributos del grupo social más representativo, en la
elaboración simbólica de la cubanía en el siglo XIX y principios del XX, de los
valores más genuinos de la cultura nacional: el sencillo habitante de nuestros
campos, cuya imagen siempre irá acompañada de los gallos.
Esteban
Pichardo, en su Diccionario Provincial publicado en 1836, lo describe de la
siguiente forma: “Aquí Guajiro es
sinónimo de Campesino, esto es, la
persona dedicada al campo con absoluta residencia en el, y que como tal usa el
vestido, las maneras y demás particularidades de los de su clase. Hasta en las
poblaciones se distingue desde lejos el Guajiro; camisa y calzones de pretina,
o vedija (como dicen), blancos o de listado de hilo, sin nada de tirantes,
chaleco, casaca ni medias; zapatos de vaqueta o venado, sombrero de Guano Yarey
de tejido fino y ligero; algunas veces por corbata un pañuelo casi a estilo
mujeril, poco plegado o flojo, todo como lo demanda el clima (…) sobrio, se
contenta con poca comida, frutas o lo que haya, mucho o poco, con tal que no
falte el tabaco, una taza de café mal hecho y alguna Pelea de gallos el
domingo” (Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1985. p.296).
La
literatura cubana a lo largo del siglo XIX reproduce el arquetipo anterior,
procreando una caracterización que asume el juego de gallos como característica
del cubano, al usarlo como legitimación por oposición. Cirilo Villaverde, por
ejemplo, al hablar del guajiro en 1890, cuenta que para el habitante de los
campos cubanos “no hay mas amigo que un peso, ni mas diversión que un gallo, ni
mejor compañero que un perro, ni mejor defensa que un machete, ni mayor
comodidad que la de un caballo” (cit. por. Riaño. ob cit. p.45).
Las
vallas de gallos estaban extendidas por toda la geografía nacional, lo mismo en
las ciudades que en los campos lo que permitió su asimilación como parte de la
identidad nacional. Abiel Abbot que en 1828 visita la porción occidental de
Cuba, señala que “en cada población hay un espacioso edificio destinado a este
deporte de riña de gallos” (Riaño. p.43). Por su parte, Nicolás Tanco Armero,
en su Viaje de Nueva Granada a China… en 1853 testimonia la gran popularidad de
que gozaban las peleas de gallos por todo el país al decir: “las peleas de
gallos es otra de las diversiones favoritas del pueblo cubano; no hay casi
pueblo por pequeño que sea, donde no haya una famosa valla frecuentada por lo
mejor de la sociedad” (La
Fidelísima Habana. p.300).
La
afición a las peleas de gallo se mantuvo a lo largo de los diferentes procesos
por los que atravesó el país en el siglo XIX, como las guerras de
independencia. Existen testimonios, principalmente a través de los diarios de
campaña escritos por protagonistas directos de las mismas, sobre la
extraordinaria afición de los mambises por esta actividad. Quizás el hecho más
significativo es el relacionado con el
Grito de Baire el 24 de febrero de 1895, el cual se produjo en la antigua valla
de gallos San Bartolo, donde se
pronunció el capitán Saturnino Lora, el teniente coronel Salcedo y otros
patriotas al frente de los cuales se puso el coronel Jesús Rabí. El episodio ha
sido descrito de la siguiente manera: “En el poblado de Baire,…el 24 de febrero
de 1895…un criollo tuvo la ingeniosa iniciativa de aprovechar que ese día había
peleas de gallos en la valla San Bartolo…y ante la mirada de todos arrancó la
cabeza de su gallo justo antes de que comenzara la pelea. El público…asombrado
escuchó su apelación: ¡Basta de que peleen los gallos, carajo, es hora de que
peleen los hombres, vamos todos a respaldar el grito de independencia!” (Pérez
Laguna, Silvestre. El arte de la pelea. Cit. por. Riaño. Ob cit.p.39). Manuel Piedra, que combatió junto a Maceo
en la guerra del 95, escribió en sus memorias: “El grito dado por Saturnino
Lora en una pelea de gallos el 24 de febrero en Baire, había sido el de
independencia”.[5]
Sin
embargo, las peleas continuaron, pues los patriotas se llevaron los gallos a la
manigua, o se valían de todos los recursos posibles para conseguirlos. La
presencia de los gallos como parte de la vida cotidiana en el campo mambí es
decisiva para introducir la relación que la valla guarda con la paulatina
formación de la identidad nacional, y la inclusión de las peleas de gallos como
juego distintivo de la cubanidad. Es conocida la inclinación que por las peleas
de gallos sentían destacados patriotas y jefes militares prominentes como
Vicente García y José Maceo, los hermanos Lora y Jesús Rabí. Fermín Valdez
Domínguez dejó, en su Diario del Soldado,
la siguiente semblanza: “…en la columna invasora todos jugaban, y aquí hay
quien juegue dados, barajas y todos los juegos ilícitos como dicen los pacíficos.
“…En
nuestra marcha desde Ságua han venido nuestros soldados pidiendo, robando o
comprando gallos finos, y es cosa que da pena y risa ver las vallas en los
campamentos, y entre los jugadores es el más entusiasta el General José (Maceo).
Me detuve con él en una casa para descansar, mientras la fuerza sacaba víveres (boniatos)
y como pasara por nuestro lado un jinete con un gallo, que dijo haber comprado
en un peso, le dijo el General: – “No lo topes, para pelearlo al llegar al
campamento (…) y esta debilidad del General trae como natural secuela, que se
vea en las marchas el ridículo cuadro de
los soldados que cargan al lado de sus rifles el consabido gallito”[6].
Gracias
a su carácter de espacio público privilegiado para la socialización y el
intercambio, las vallas constituyeron un importante lugar para fomentar los
ideales patrióticos de independencia nacional. Dado el hecho de que muchos de
los veteranos de la “guerra grande” (1868-1878) permanecieron en Cuba y no
pocos se radicaron en sitios rurales, la valla les proporcionó el ambiente
ideal para transmitir oralmente el rico tesoro de experiencias y anécdotas
relacionadas con la leyenda heroica de la guerra y de sus principales
protagonistas, las cuales eran recibidas con fervor por las nuevas
generaciones. El historiador Francisco Pérez Guzmán, aunque omite la valla de
gallos como uno de los más importantes escenarios de socialización durante el
siglo XIX, ofrece elementos sobre la significación de estos espacios en la
creación de una conciencia patriótica colectiva que tuvo mucho que ver con la
incorporación masiva de los cubanos, principalmente de la juventud que no había
participado en la contienda anterior, a la guerra del 95. “De gran importancia
– dice Guzmán –, en la gestación patriótica fueron los centenares de
insurrectos que permanecieron en Cuba, así como jefes militares que se habían
convertido en leyendas. Todos ellos desempeñaron una relevante labor en la
cimentación del ideal emancipador de las nuevas generaciones, pues en los
espacios públicos como los liceos y sociedades fraternales, cafés y barberías,
así como en los privados, relataban episodios de la guerra, conspiraban y alentaban
la nueva contienda y para aquellos jóvenes que residían en intrincadas zonas
rurales donde el analfabetismo imperaba, el contacto con los veteranos de las
contiendas armadas de los Diez Años y Chiquita, devino factor contribuyente
para la decisión de vestirse de mambí”.[7]
III
Más
allá de las polémicas sobre los efectos enajenantes que se pueden generar de la
adicción a una actividad lúdica devenida juego de apuestas, se encuentra el
valor social inherente en determinado momento histórico, su capacidad de
modelar patrones o arquetipos de identidad que en momentos de crisis social
pueden servir para cohesionar al grupo en torno a ideales y aspiraciones
comunes. El siglo XIX representó un momento crítico en nuestra historia; fue la
época en que se forja la nacionalidad cubana, en el transcurso de convulsas
confrontaciones intelectuales, políticas y militares; donde los cubanos rompen
definitivamente con el indigno vasallaje colonial, lo cuál implicaba también
sentirse portadores de un contenido cultural que si bien tenía elementos
comunes con los españoles, también poseía elementos propios y diferenciadores.
Y en este proceso de agudos enfrentamientos donde se forjó la nacionalidad
cubana, las personas encontraron en las peleas de gallos un elemento que los
identificaba como parte de una cultura y una nación. En las primeras décadas
del siglo XX, superada la anomia de los primeros años donde se vieron
frustrados los ideales de independencia que había conducido a tres movimientos
armados, las corrientes de reafirmación cultural como la vanguardia pictórica,
se remitieron a este aspecto encontrando elementos validos y eficaces para la
construcción de una representación simbólica de la realidad cubana mediante la
cual se expresaran las aspiraciones de independencia y soberanía nacional.
Bibliografía
- Pablo Riaño San Marful. Gallos y Toros en Cuba. Fundación Fernando Ortiz, La Habana, 2002.
- Eduardo Torres-Cuevas y Oscar Loyola Vega. Historia de Cuba. Editorial Pueblo y Educación, 2001.
- Jorge Ibarra Cuesta. Un Análisis Psicosocial del Cubano: 1898-1925. Editorial Ciencias Sociales. La Habana, 1994.
- Gustavo Eguren. La Fidelísima Habana. Editorial Letras Cubanas. La Habana, 1986.
- Cirilo Villaverde. Excursión a Vueltabajo. Consejo Nacional de Cultura, Ministerio de Educación. 1961.
- Fermín Valdés Domínguez. Diario de Soldado. Impresora Andrés Voisin, La Habana, 1972.
- Manuel Piedra Martel. Mis Primeros 30 años. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2001.
- Esteban Pichardo. Diccionario provincial casi razonado de vozes y frases cubanas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1985.
- Hippolyte Piron. La Isla de Cuba. Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 1995.
- Francisco Pérez Guzmán. Radiografía del Ejercito Libertador. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2005.
[1] La
Fidelísima Habana. Gustavo Eguren. Editorial Letras cubanas.
Ciudad de La Habana.
1986. p.217
[2] J.E.Alexander. Trasatlantic sketches…En: La Fidelisima Habana. P.230
[3] Esteban Pichardo. Diccionario Provincial. P.604.
[4] Hippolite Pyron. La
Isla de Cuba. P.67.
[5] Manuel Piedra Martel. Mis Primeros 30 Años. Editorial de Ciencias
Sociales, La Habana,
2001. p.133.
[6] Fermín Valdés Domínguez. Diario de Soldado. Impresora Andrés
Voisin, La Habana,
1972. pp.140-141.
[7] Francisco Pérez Guzmán. Radiografía del Ejercito Libertador.
P.126.