Publicado originalmente en este blog el viernes 29 de septiembre de 2017.
I
En 1938, Eduardo
Abela pintó el famoso óleo “Guajiros” donde se aprecia una escena rústica de un
grupo de habitantes de nuestros campos en el que no faltan los elementos en
torno a los cuales giraba su vida, según la imagen idealizada y canónica
prevaleciente desde principios del siglo XIX: el caballo, la mujer y los
gallos. Así lo había escrito Cirilo Villaverde en su “Excursión a vueltabajo”
(Consejo Nacional de Cultura, Ministerio de Educación. 1961. p.41): “Después de
la moza, el caballo y el machete, no hay objeto, no hay diversión que llame
tanto la atención del guajiro, como sus gallos y sus perros”.
No es casual que
Abela resalte los elementos que pueden poner de relieve lo autóctono y nacional
en la identificación simbólica de un grupo social tan definitorio de la
cubanidad como el guajiro. Decía Álvaro de la Iglesia en sus Tradiciones
Cubanas (Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1983. p.238) “que a los campos habrá de
ir a refugiarse la poesía de nuestro pueblo”. La vanguardia pictórica cubana a
la que, además de Abela, también pertenecían Víctor Manuel y Carlos Enríquez
entre otros, ponían todo su empeño, como decía Marinello, en cobijar “esencias
criollas” captando lo propio, “no como formulas para hacer arte a la moda”. El
pintor Marcelo Pogolotti, integrante de este grupo, expresa: “Veníamos de
diversas procedencias con el propósito doble de renovar la pintura y de
interpretar, incluso descubrir, nuestro país, en lo que coincidíamos sin
saberlo con la resurrección del sentimiento nacional. La ausencia no había
enfriado el amor a nuestra tierra. La queríamos y anhelábamos expresar su alma
con la máxima elocuencia de los medios pictóricos” (Jorge Ibarra. Un análisis
psicosocial del cubano: 1898-1925. Ed. Ciencias Sociales. La Habana, 1994. p.168). Es
así como de los pinceles de estos artistas surge nuestra campiña poblada con
sus tipos característicos, desde la imagen ideal de Abela como manifestación de
una voluntad orientada al “rescate y la afirmación de lo nacional a través de
sus elementos representativos”, hasta la crudeza de Carlos Enríquez con sus
personajes famélicos salidos de la reconcentración weyleriana.
Sin dudas, un
motivo muy recurrido por la vanguardia pictórica en su empeño por reflejar los
elementos identitarios en esa “década crítica” del despertar de la conciencia
nacional, es la imagen de los gallos de pelea. Al asumir y recrear el autorreconocimiento
como parte de una nación, se recurre a la utilización de símbolos canónicos de
los elementos que conforman lo típicamente cubano, y la vanguardia artística no
dudó en incluir a los gallos de pelea o de lidia en sus cuadros.
II
Si en el siglo
XVII “presenta sus perfiles iniciales el
criollo, un nuevo tipo social deferente a sus progenitores españoles,
africanos e indios” (Historia de Cuba. Eduardo Torres-Cuevas y Oscar Loyola
Vega. P.83), ya para “mediados del siglo
XVIII la sociedad criolla había logrado consolidarse” (id. P.97). En esta etapa
se escriben obras cuyo objetivo era crear la memoria histórica de los orígenes
y evolución de la Isla. Se
había desarrollado un sentimiento de pertenencia a la tierra sentida como
patria, como lo expresa José Martín Felix de Arrate en estos versos: “Aquí
suelto mi pluma ¡ó patria amada, /Noble Habana, ciudad esclarecida!”(id.p.98).
También para
esta época queda bien delineada la imagen típica del campesino cubano que sería
revelada por la literatura costumbrista del siglo XIX. “Los campesinos viven en
el clásico bohío de palma, guano y piso de tierra, visten calzones largos y
camisas de lienzo ordinario, los zapatos son altos de piel mal curtida, se
protegen del sol con sombreros de paja y usan machete al cinto, con lo que ya
aparece bastante definido el arquetipo del campesino cubano”(id.p.117). En la obra que hemos venido citando, los
historiadores Eduardo Torres-Cuevas y Oscar Loyola Vega, al hablar “De la vida
cotidiana y otros temas” olvidan, quizás por los prejuicios tradicionales, un
elemento importante en la vida diaria ya desde entonces y que se mantuvo
durante todo el siglo XIX y principios del XX: las peleas de gallos. Tanto es
así, que Francis Robert Jameson en sus “Cartas habaneras” pudo escribir en 1820
“que las vallas de gallos han resultado lo bastante valiosas para convertirse
en monopolios reales”.
Tan extendida
estaba este tipo de actividad lúdica que un viajero de visita en La Habana por 1833 atestigua
que hasta los representantes del clero lo practicaban: “De la misa van a la
valla de gallos y de la valla de gallos a la misa, y a veces llegan tarde a la
misa por haberse quedado hasta el final de una pelea. Se les puede ver en
Guanabacoa, con sus hábitos eclesiásticos, siguiendo con interés una pelea
entre un gallo favorito y el de un negro esclavo, que ha apostado su dinero
contra el indigno sacerdote”.
Los extranjeros
que visitaban Cuba quedaban asombrados por el ambiente cultural prevaleciente
en las vallas de gallos, “donde las relaciones interraciales e interclasistas
se volvieran informales, y convirtieran al espacio y sus asistentes en
transgresores o posibles transgresores de las directivas de la autoridad” (Pablo
Riaño San Marful. ob.cit.p.38). Este escenario que propende a la
desmitificación espacial de las jerarquías sociales no podía ser del agrado del
despotismo colonial ostentado por los capitanes generales con facultades
omnimodas lo cual se refleja en las disposiciones restrictivas de Leopoldo
O`Donell en 1844. El absolutismo estaba reñido con el menor atisbo de
manifestación democrática, ni aún en el ambiente informal de una valla de
gallos.
José Antonio
Saco dice, refiriéndose a las peleas de gallos, que “estas, por un fenómeno
social, forman entre nosotros una democracia perfecta, en que el hombre y la
mujer, el niño y el anciano, el grande y el pequeño, el pobre y el rico, el
blanco y el negro, todos se hallan confundidos en el estrecho recinto de la
valla” (Riaño.ob.cit.p.35). Esteban Pichardo también señala el carácter abierto
y participativo que se establece en una valla de gallos al calor del entusiasmo
y la actividad febril “que aturden al que contempla esa reunión más democrática
que ninguna otra; el caballero apuesta con el mugriento, el mozalbete trata con
el anciano orgullosamente; el condecorado acepta la proposición del Guajiro;
el Negro manotea al noble; todos hablan o gritan a un tiempo”.
Pablo Riaño San
Marful destaca este elemento de interrelación social y desarticulación del
orden colonial, de la elaboración de un espacio subjetivo común tácitamente
aceptado por todos, nacido espontáneamente en el proceso de creación e
interpretación de la nación. “En las fuentes consultadas – dice –, la valla
aparece como sitio destacado para producir y reproducir la sociabilidad,
entendida en su faceta de proceso de relaciones. En dicho espacio se destaca la
mezcla, confraternización y pérdida gradual de las diferencias sociales” (Riaño.
ob. cit. p.19). Agrega que “la valla funciona en muchos casos, como un espacio abierto
a todos los sujetos sociales”(id.p.19).
Este elemento de
inclusión es doblemente significativo en un ambiente signado por la sistemática
y rigurosa marginación de las diferencias. El tratamiento a la diversidad en
una sociedad esclavista no podía tener otra base que la discriminación y
privación de derechos y oportunidades a amplios sectores, como reflejo de una
pétrea estratificación socio-clasista.
La valla ofrece
un espacio donde se realiza la quimera de poner a todos los hombres al mismo
nivel, en igualdad de condiciones y oportunidades, ya que la suerte, elemento
importante en una actividad como las peleas de gallos, no hacía diferencias
entre el pobre o el rico, el noble o el esclavo. En este lugar el esclavo podía
vencer al amo, o el guajiro al oficial de la colonia. “Los sujetos sociales
excluidos de otros espacios encontraban en la valla de gallos, la posibilidad
de una realización económica y prestigio social, que no se producía fuera de
ella” (Riaño. ob. cit. p.26).
Algo muy
distinto ocurría en la otra diversión que ocupaba la predilección de los
cubanos durante la colonia: las corridas de toros. “La plaza de toros (…) establece
la jerarquización de su espacio, antes y durante la corrida. Lugar de
encuentro, pero no de mezcla de identidades grupales o clasistas, en las lidias
taurinas los asientos eran alquilados, las funciones podían ser de igual modo
reservadas para actos de homenaje a entidades políticas, cuerpos militares
españoles, o personalidades y asociaciones elitistas. Así, la plaza, como
espacio público, reproduce las jerarquías existentes en la sociedad. En ella,
los nobles se sentaban separados de otros sectores o, por lo menos, en estrados
o palcos que señalaban su alta posición política y solvencia económica” (Riaño.
p.181). Hippolite Pyron, un francés que en 1876 publicó un libro de viajes
sobre Cuba, observó que “si bien los habitantes de Cuba son aficionados a las
peleas de gallos, no lo son a las de toros. Una compañía de toreros bastante
hábiles vino aquí durante mi estancia y provocó más horror que interés. Su
éxito resultó mediocre”.
Mientras las
corridas de toros asumen en Cuba una perspectiva española y españolizante, las
peleas de gallos devienen elemento distintivo de la identidad nacional. En
particular, constituyen atributos del grupo social más representativo, en la
elaboración simbólica de la cubanía en el siglo XIX y principios del XX, de los
valores más genuinos de la cultura nacional: el sencillo habitante de nuestros
campos, cuya imagen siempre irá acompañada de los gallos.
Esteban
Pichardo, en su Diccionario Provincial publicado en 1836, lo describe de la
siguiente forma: “Aquí Guajiro es
sinónimo de Campesino, esto es, la
persona dedicada al campo con absoluta residencia en el, y que como tal usa el
vestido, las maneras y demás particularidades de los de su clase. Hasta en las
poblaciones se distingue desde lejos el Guajiro; camisa y calzones de pretina,
o vedija (como dicen), blancos o de listado de hilo, sin nada de tirantes,
chaleco, casaca ni medias; zapatos de vaqueta o venado, sombrero de Guano Yarey
de tejido fino y ligero; algunas veces por corbata un pañuelo casi a estilo
mujeril, poco plegado o flojo, todo como lo demanda el clima (…) sobrio, se
contenta con poca comida, frutas o lo que haya, mucho o poco, con tal que no
falte el tabaco, una taza de café mal hecho y alguna Pelea de gallos el
domingo” (Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1985. p.296).
La literatura
cubana a lo largo del siglo XIX reproduce el arquetipo anterior, procreando una
caracterización que asume el juego de gallos como característica del cubano, al
usarlo como legitimación por oposición. Cirilo Villaverde, por ejemplo, al
hablar del guajiro en 1890, cuenta que para el habitante de los campos cubanos
“no hay mas amigo que un peso, ni mas diversión que un gallo, ni mejor
compañero que un perro, ni mejor defensa que un machete, ni mayor comodidad que
la de un caballo” (cit. por. Riaño. ob cit. p.45).
Las vallas de
gallos estaban extendidas por toda la geografía nacional, lo mismo en las
ciudades que en los campos lo que permitió su asimilación como parte de la
identidad nacional. Abiel Abbot que en 1828 visita la porción occidental de
Cuba, señala que “en cada población hay un espacioso edificio destinado a este
deporte de riña de gallos” (Riaño. p.43). Por su parte, Nicolás Tanco Armero,
en su Viaje de Nueva Granada a China… en 1853 testimonia la gran popularidad de
que gozaban las peleas de gallos por todo el país al decir: “las peleas de
gallos es otra de las diversiones favoritas del pueblo cubano; no hay casi
pueblo por pequeño que sea, donde no haya una famosa valla frecuentada por lo
mejor de la sociedad” (La
Fidelísima Habana. p.300).
La afición a las
peleas de gallo se mantuvo a lo largo de los diferentes procesos por los que
atravesó el país en el siglo XIX, como las guerras de independencia. Existen
testimonios, principalmente a través de los diarios de campaña escritos por
protagonistas directos de las mismas, sobre la extraordinaria afición de los
mambises por esta actividad. Quizás el hecho más significativo es el
relacionado con el Grito de Baire el 24
de febrero de 1895, el cual se produjo en la antigua valla de gallos San Bartolo, donde se pronunció el
capitán Saturnino Lora, el teniente coronel Salcedo y otros patriotas al frente
de los cuales se puso el coronel Jesús Rabí. El episodio ha sido descrito de la
siguiente manera: “En el poblado de Baire,…el 24 de febrero de 1895…un criollo
tuvo la ingeniosa iniciativa de aprovechar que ese día había peleas de gallos
en la valla San Bartolo…y ante la mirada de todos arrancó la cabeza de su gallo
justo antes de que comenzara la pelea. El público…asombrado escuchó su
apelación: ¡Basta de que peleen los gallos, carajo, es hora de que peleen los
hombres, vamos todos a respaldar el grito de independencia!” (Pérez Laguna,
Silvestre. El arte de la pelea. Cit. por. Riaño. Ob
cit.p.39). Manuel Piedra, que combatió junto a Maceo en la guerra del 95,
escribió en sus memorias: “El grito dado por Saturnino Lora en una pelea de gallos
el 24 de febrero en Baire, había sido el de independencia”.
Sin embargo, las
peleas continuaron, pues los patriotas se llevaron los gallos a la manigua, o
se valían de todos los recursos posibles para conseguirlos. La presencia de los
gallos como parte de la vida cotidiana en el campo mambí es decisiva para
introducir la relación que la valla guarda con la paulatina formación de la
identidad nacional, y la inclusión de las peleas de gallos como juego
distintivo de la cubanidad. Es conocida la inclinación que por las peleas de
gallos sentían destacados patriotas y jefes militares prominentes como Vicente
García y José Maceo, los hermanos Lora y Jesús Rabí. Fermín Valdez Domínguez
dejó, en su Diario del Soldado, la
siguiente semblanza: “…en la columna invasora todos jugaban, y aquí hay quien
juegue dados, barajas y todos los juegos ilícitos
como dicen los pacíficos.
“…En nuestra
marcha desde Ságua han venido nuestros soldados pidiendo, robando o comprando
gallos finos, y es cosa que da pena y risa ver las vallas en los campamentos, y
entre los jugadores es el más entusiasta el General José (Maceo). Me detuve con
él en una casa para descansar, mientras la fuerza sacaba víveres (boniatos) y
como pasara por nuestro lado un jinete con un gallo, que dijo haber comprado en
un peso, le dijo el General: – “No lo topes, para pelearlo al llegar al
campamento (…) y esta debilidad del General trae como natural secuela, que se
vea en las marchas el ridículo cuadro de
los soldados que cargan al lado de sus rifles el consabido gallito”.
Gracias a su
carácter de espacio público privilegiado para la socialización y el
intercambio, las vallas constituyeron un importante lugar para fomentar los
ideales patrióticos de independencia nacional. Dado el hecho de que muchos de
los veteranos de la “guerra grande” (1868-1878) permanecieron en Cuba y no
pocos se radicaron en sitios rurales, la valla les proporcionó el ambiente
ideal para transmitir oralmente el rico tesoro de experiencias y anécdotas
relacionadas con la leyenda heroica de la guerra y de sus principales
protagonistas, las cuales eran recibidas con fervor por las nuevas
generaciones. El historiador Francisco Pérez Guzmán, aunque omite la valla de
gallos como uno de los más importantes escenarios de socialización durante el
siglo XIX, ofrece elementos sobre la significación de estos espacios en la
creación de una conciencia patriótica colectiva que tuvo mucho que ver con la
incorporación masiva de los cubanos, principalmente de la juventud que no había
participado en la contienda anterior, a la guerra del 95. “De gran importancia
– dice Guzmán –, en la gestación patriótica fueron los centenares de
insurrectos que permanecieron en Cuba, así como jefes militares que se habían
convertido en leyendas. Todos ellos desempeñaron una relevante labor en la
cimentación del ideal emancipador de las nuevas generaciones, pues en los
espacios públicos como los liceos y sociedades fraternales, cafés y barberías,
así como en los privados, relataban episodios de la guerra, conspiraban y alentaban
la nueva contienda y para aquellos jóvenes que residían en intrincadas zonas
rurales donde el analfabetismo imperaba, el contacto con los veteranos de las
contiendas armadas de los Diez Años y Chiquita, devino factor contribuyente
para la decisión de vestirse de mambí”.
III
Más allá de las
polémicas sobre los efectos enajenantes que se pueden generar de la adicción a una
actividad lúdica devenida juego de apuestas, se encuentra el valor social
inherente en determinado momento histórico, su capacidad de modelar patrones o
arquetipos de identidad que en momentos de crisis social pueden servir para
cohesionar al grupo en torno a ideales y aspiraciones comunes. El siglo XIX
representó un momento crítico en nuestra historia; fue la época en que se forja
la nacionalidad cubana, en el transcurso de convulsas confrontaciones
intelectuales, políticas y militares; donde los cubanos rompen definitivamente
con el indigno vasallaje colonial, lo cuál implicaba también sentirse
portadores de un contenido cultural que si bien tenía elementos comunes con los
españoles, también poseía elementos propios y diferenciadores. Y en este
proceso de agudos enfrentamientos donde se forjó la nacionalidad cubana, las
personas encontraron en las peleas de gallos un elemento que los identificaba
como parte de una cultura y una nación. En las primeras décadas del siglo XX,
superada la anomia de los primeros años donde se vieron frustrados los ideales
de independencia que había conducido a tres movimientos armados, las corrientes
de reafirmación cultural como la vanguardia pictórica, se remitieron a este
aspecto encontrando elementos validos y eficaces para la construcción de una
representación simbólica de la realidad cubana mediante la cual se expresaran
las aspiraciones de independencia y soberanía nacional.
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