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martes, 12 de diciembre de 2017

La trágica historia de Eva Golinger



En nuestros días, el movimiento reivindicatorio de los derechos de la mujer ha tomado el peligroso camino de hacerlo a costa de disminuir y satanizar al genero opuesto, convirtiéndolo en una suerte de sexo infame y maldito, culpable de todos los males de la humanidad a lo largo de su historia, reduciendo la historia misma a una lucha de géneros pugnando por prevalecer a costa del otro.

En esta tónica, un día la señora Eva Golinger, abogada y escritora, se despertó más amargada y resentida que de costumbre, encendió el ordenador y se puso a echar ranas por la boca contra los hombres que en su imago son todos unos violadores porque a los catorce años un enfermo pervertido la violó a ella.

 
Indudablemente lo ocurrido a la periodista fue una desgracia impensable. Constituye uno de esos actos de barbarie que retrotraen a la humanidad en su conjunto a la prehistoria. No hay manera de desligarnos de la parte de culpa que nos toca, pues todos somos responsables de lo que haga cualquier hombre o mujer, en el lugar que se encuentre, en contra del otro que lleva, como decía Montaigne, la forma entera de la condición humana, como también la lleva el perpetrador. Cada acción, buena o mala, proclama nuestra humanidad. Es una responsabilidad compartida, como también decían Franz Fanon y John Donne, pensando cada uno, quizás, en cosas diferentes. Si no fuera un tema tan serio, me atrevería a decir que el hecho de pertenecer a la especie humana es ya en si mismo un atenuante. También prueba que un millón de años de evolución, y a pesar de cuantos Sapiens Sapiens le pongamos detrás al Homo, seguimos siendo criaturas imperfectas a medio evolucionar, a mitad de camino entre lo que quisiéramos llegar a ser y el chimpancé primigenio del que partimos, con el que compartimos un 99 % de identidad genética. Que a pesar de los ordenadores, las estaciones espaciales o el Gran Colisionador de Hadrones del CERN, seguimos siendo monos territoriales enfatuados con el agravante de que nos creemos muy inteligentes. Y que lamentablemente, el desarrollo tecnológico alcanzado de forma general va mucho más adelantado que la madurez espiritual y la responsabilidad social en tanto suma de los valores que nos definen como especie, más allá de los accesorios incidentales, porque a fin de cuentas un iPhone, como herramienta, está al mismo nivel que un palo en manos de un gorila.

A pesar de la justeza de la causa, hay que cuidarse de caer en extremos descalificadores, y eso es precisamente la filípica de la periodista estuprada que pierde la proporción de las formas, convirtiéndose en un histérico manifiesto androfóbico tomando la parte por el todo, considerando a cada hombre un malnacido neandertal y un despiadado depredador sexual al acecho. Con lo cual demuestra que ha convertido el brutal acontecimiento en un bucle infinito, reseteándose continuamente en el momento angustioso en que perdió, junto con la inocencia, la capacidad de creer, e impidiéndole continuar adelante, como en la película de Tom Cruise, Edge of Tomorrow. La incapacidad de perdonar es el verdadero infierno. Por lo demás, el imbécil inadaptado que la atacó no merecería ni una sola de estas líneas, si su infame acto no se hubiera perpetuado a través de las cicatrices dejadas en la victima, recluyéndola de por vida en una especie de gineceo mental inaccesible convenientemente protegida de esa peste de leprosos libidinosos que, a su juicio, somos nosotros, los hombres.

Pero, en realidad, no todos los hombres son malos, ni todas las mujeres buenas. Para pecar, casi siempre hacen falta dos. Si afirmamos el duro hecho de que ya no quedan caballeros andantes, debemos aceptar en la misma medida la realidad de que tampoco existen damas que estén a la altura de convertirse en ideal. Si en la Edad Media los caballeros se dejaban descuartizar por la dama de sus pensamientos, aquellas mascaban cal para merecerlo. Hoy, cuando se habla de los Borgia nadie recuerda ya a Rodrigo (Alejandro), el Papa venal, nepotista y simoniaco, ni a Cesar, el inescrupuloso Príncipe que sirvió de modelo a Maquiavelo, y mucho menos a Francisco de Borja (un Borgia recastellanizado), el santo jesuita, sino a Lucrecia, la tenebrosa y bella reina del veneno y la lujuria, arquetipo del modus vivendi en las cortes del renacimiento italiano.

miércoles, 29 de noviembre de 2017

Una residencia nueva y un problema viejo




Imágenes televisivas muestran un atisbo de una residencia estudiantil de primer mundo: habitaciones individuales, no solo decorosas, sino incluso para nuestros estándares, lujosas, con climatización artificial, conectividad, teléfono fijo. No es Harvard, el MIT ni Cambridge. Son las habitaciones para los elegidos del centro de formación de atletas de alto rendimiento Cerro Pelado en La Habana, Cuba.

Condiciones excepcionales, que no tienen ni de cerca, nuestros aspirantes a médicos, o a ingenieros y mucho menos a maestros, y no se me escapa el hecho de los grandes sacrificios que hacen los deportistas en su formación, el modo de vida espartano que deben abrazar, o que el Cerro Pelado es la cúspide del Alto Rendimiento a nivel nacional. Pero es innegable que esta opción preferencial por el músculo coloca a los deportistas varios peldaños por encima del resto, creando una brecha, otra más, en nuestra ya bien escindida estructura social.

Sin embargo, estadísticamente, una promoción de médicos o de maestros es más efectiva, y desde luego socialmente más redituable, que una promoción de deportistas, muy pocos de los cuales logrará un titulo mundial u olímpico, no realizan o como diríamos en derecho, no perfeccionan el fin para el que fueron formados, esto es, simple y llanamente, y retórica aparte, ganar medallas. Cada médico, mientras tanto, habrá salvado innumerables vidas, o por lo menos mejorado la calidad de la de quienes acudan a sus consultas, con un desempeño altamente profesional y pocas veces negativo. El maestro año tras año instruye y educa pacientemente, garantizando la transmisión del conocimiento acumulado por el hombre en su infatigable andar por el mundo. Y si de medallas se trata, cada maestro es un medallista elevado a lo más alto del podio de la consagración, de la vida humilde, abnegada y casi siempre, anónima, en el sentido de que no goza del glamour de otras profesiones mejor remuneradas y en la misma proporción, socialmente mejor reconocidas más allá del discurso, porque debemos enfrentar el hecho de que en nuestra sociedad se ha entronizado un criterio del éxito o el prestigio en función de la economía, de cuan provista esta la billetera. Un maestro es alguien con la cabeza llena de conocimientos, el corazón rebosante de valores humanos y patrióticos, pero el bolsillo vacío y la mesa como la del clérigo del Lazarillo de Tormes. Si la pobreza es nobleza, bien nos merecemos un trono.

Los médicos y los maestros encarnan la vocación transformadora de la Revolución. Alcanzan reconocimiento universal por la excelencia de su trabajo. Los estudiantes cubanos ganan concursos internacionales. Ejemplos de solidaridad, desprendimiento y valentía, han desarrollado su labor en las más difíciles condiciones, en zonas de conflicto, convencional o no convencional, o de virulentas epidemias, y constituyen el arquetipo de esos héroes de que hablaba el Che, no de los momentos magníficos, sino de la cotidianidad. Aun así, para formarse han debido hacer los mayores sacrificios.

Por otra parte, un pelotero de la serie nacional gana mil CUP al mes más alguna dieta agregada, y con la ventaja de no tener que hacer gastos de transportación ni de alimentación ni de vestuario. Aunque exhiba un rendimiento más bien discreto, y ni hablar que en el escenario mundial hace tiempo que la diosa Niké, la victoria, les ha dado la espalda. Un maestro, en cambio, a pesar de la importancia vital de su labor, tiene un salario básico de más o menos la mitad de lo que gana un pelotero en la serie nacional. Y todavía al maestro se le exige hacer formación vocacional, y “convencer” a sus alumnos para que cojan alguna carrera pedagógica, que se autoprepare, lo que pasa por comprar libros cuyo precio equivale a un día de trabajo, que cada día de los diez meses y pico que tiene el año lectivo, vaya presentable al aula, entre otras muchísimas cosas que por valentía y consagración, sabe que tiene que dejar fuera del aula, sin lograrlo del todo. De esta forma, la imagen del maestro amable y preocupado, no es de extrañar que dé paso a la persona malhumorada y neurótica del individuo enajenado.

Indudablemente, está muy bien que los deportistas de alto rendimiento cuenten con una residencia lujosa, y que les paguen a los peloteros un salario que ojala fuera mayor. Es alentador constatar que el Estado muestra avances en su dinámica de desarrollo. Pero está muy mal que, de la misma forma, no se realicen acciones con una concreción efectiva, encaminadas a mejorar significativamente las condiciones estructurales, materiales y de confort de las residencias de los estudiantes de medicina y de los pedagógicos en las provincias, y está todavía peor el salario que le pagan a un maestro, sin que llegue el ansiado “aumento”, que ya forma parte de lo mítico y lo fabuloso en el imaginario de este sector, “bloqueado” o postergado por elucubraciones ininteligibles sobre el crecimiento económico y la amenaza de una escalada inflacionaria que sin embargo no ha desbordado los diques cambiarios a pesar del cuentapropismo, el pago por resultados en la construcción, la agricultura, los servicios, las industrias estratégicas, las misiones y los trabajadores vinculados al turismo los cuales movilizan para su peculio grandes volúmenes de efectivo, olvidando que no habrá dinero mejor pagado por un trabajo, que en buena ley es impagable, que la labor de educar, de crear conciencia y reproducir valores esenciales para la construcción de un modo de vida alternativo, socialista y revolucionario, y que resulta imprescindible no solo para la sociedad, sino para el mismo individuo por el poder liberador del conocimiento y por las herramientas hermenéuticas para la cognoscibilidad de un mundo cada vez más complejo y teleologicamente desafiante.

viernes, 17 de noviembre de 2017

SOS: Coto de caza en peligro




Monarquía significa simple y llanamente gobierno de uno solo. Eso lo dice todo. En algún momento de la historia, se elaboró la formula “rey por derecho divino”, haciendo responsable a Dios de las más que frecuentes meteduras de patas de los casi siempre inútiles gobernantes hereditarios. Por experiencia sabemos que un monarca es tan efectivo como la guardia suiza del vaticano en la actualidad: su valor es puramente decorativo –excepto en algunas monarquías del golfo–, y extremadamente caros, como ciertas porcelanas chinas. Una de las mayores enseñanzas de la Revolución Francesa es que los pueblos necesitan un rey tanto como los peces una bicicleta.


Recientemente la prensa mundial se hizo eco de la preocupación del príncipe Guillermo, el número dos en la sucesión al antiguo trono de Eduardo el Confesor, por la amenaza a los ecosistemas y la desaparición de especies debido a la superpoblación mundial, y de la solución maltusiana del hijo de la princesa Diana y su abuelo, el consorte de la reina Isabel II, aconsejando la implementación de controles gubernamentales sobre la natalidad. “El príncipe Guillermo de Inglaterra manifestó, durante una cena de gala de la organización benéfica Tusk, en Londres, su preocupación por la superpoblación de la Tierra, y recalcó que es imprescindible tomar medidas para salvar ciertas poblaciones de animales.

Las preocupaciones del también duque de Cambridge dan continuidad a las manifestadas por su abuelo, Felipe de Edimburgo, quien en 2011 abogó por la 'limitación familiar voluntaria' como un medio para resolver la superpoblación, que describió como el mayor desafío en la conservación de la biodiversidad”(https://actualidad.rt.com/actualidad/254284-principe-guillermo-rapido-crecimiento-poblacion, 3 de noviembre de 2017).

La cuestión es que Europa está desde hace décadas en medio de una transición demográfica al igual que casi todos los países desarrollados, lo que significa que las mujeres paren poco, y los hijos que nacen tienen una alta expectativa de vida. Entonces evidentemente la preocupación del príncipe no se podía referir a la culta y cada vez más estéril Europa. Donde si se sigue pariendo muchísimo es en los países pobres, en especial en el continente africano, lo que nos induce a pensar que la angustia del príncipe se origina en que están naciendo muchos pobres hambrientos en América y Asia, pero especialmente muchos más en África que a su juicio pueden llegar a constituir una amenaza bastante seria para las poblaciones de animales salvajes en las grandes sabanas donde tradicionalmente la nobleza europea realiza sus safaris. Esto último puede ser pura coincidencia, aunque creo que todos recuerdan el episodio del rey Juan Carlos cuando se dislocó la cadera en una de sus expediciones armadas contra la fauna del continente negro. A falta de moros… Quizás en la última razzia cinegética, el Windsor no encontró tantos leones, o antílopes, o ñus o lo que sea que se dedican a matar y eso evidentemente lo deprimió un poco, llevándolo a reflexionar. Pero reflexionar no parece ser su fuerte. De cualquier manera, la angustia y la preocupación que exteriorizó por salvar a toda costa los cotos de caza del hombre blanco europeo de la amenaza de la otra parte de la humanidad de piel quebrada parecen sinceros. Su madre, por lo menos, encontró una causa auténtica haciendo campaña contra las minas antipersonales y por eso merece todo el crédito del mundo.

Como institución, la monarquía y por extensión la decadente nobleza que literalmente le hace la corte, solo conserva en nuestros días, de las glorias de antaño, la Orden de la Jarretera, la afición cinegética, la carencia absoluta de sentido político y la capacidad para escandalizarnos a nosotros, la plebe, con sus extravagantes actuaciones públicas. Todavía los latinoamericanos no hemos olvidado el exabrupto del rey de España contra el presidente Chávez en una cumbre Iberoamericana, como si se encontrara presidiendo el Consejo de Indias y no en una reunión de Jefes de Estados soberanos. Todos son iguales. Para comprobarlo solo hay que dejarlos hablar. Por suerte para ellos, no tienen que hacer campaña: tienen el trono asegurado por derecho divino.

lunes, 13 de noviembre de 2017

El mejor momento



El mejor momento

Hay un pasaje de la biografía que Stefan Sweig le dedicó a María Estuardo en la que el escritor austriaco afirma que a sus quince años, durante la boda con el Delfín de Francia, la reina de Escocia “disfruta quizá del momento de máximo esplendor de su vida. María Estuardo nunca volverá a verse tan rodeada de riqueza, admiración y júbilo”. Dejando de lado el hecho de que miles de millones de personas nunca sabrán en toda su vida, ni por un segundo, lo que es estar rodeados de riqueza, admiración y júbilo, lo que me llama la atención de este pasaje es lo estremecedora que resulta la perspectiva de haber vivido o estar viviendo el mejor momento de la vida sin nunca llegar a saberlo. Mucho más lamentable resulta que ese momento de epifanía ocurra muy tempranamente, sin que nada logre igualarlo o replicarlo más tarde, sin importar cuantos años pasen en una vida compuesta necesariamente o comparativamente de hechos menores. Sobrecoge que alguna pitonisa délfica o rabdomante de feria te diga: “Tu mejor momento ocurrió cuando tenías 15 años. Desde entonces no haces más que repetirte, tratando infructuosamente de revivirlo, desgastándote en batallas inútiles contra la mediocridad y la intrascendencia”. Como bien dijo Romain Roland, en el Juan Cristóbal: “La mayoría de los hombres mueren a los veinte o los treinta años: pasada esa edad, ya no son sino su propio reflejo, y el resto de su vida transcurre copiándose a sí mismos, y repitiendo de una manera cada vez más mecánica y más gesticulante lo que han dicho, hecho, pensado o querido, en la época en que eran”. Newton descubrió la ley de la Gravitación entre los 22 y 23 años y Einstein tenía 26 cuando publicó las bases de la Teoría Especial de la Relatividad, y 10 más cuando lo hizo con la Teoría General. Pero tuvieron aún vidas largas, sin que los logros posteriores pudieran compararse a aquellas geniales revelaciones de juventud. Otros, en cambio, tuvieron vidas luminosas y cortas como la estela de un cometa en el firmamento. Tales son, tomados de la cultura pop de ese fatídico club de los 27, los casos de Jimmy Hendrix, Jim Morrison, Amy Winhouse, Kurt Covain, Brian Jones y Janis Joplin, cuyos nombres resuenan como pulidos por la leyenda y con el brillo adicional de una juventud eterna, porque compartieron el trágico destino de morir en su mejor momento.

Ocurre lo mismo con las formaciones políticas, o económico sociales. En los años 80 incluso los expertos occidentales más perspicaces y mejor informados consideraban que la URSS era indestructible. En 1985 a nadie se le hubiera ocurrido pensar que se trataba de una potencia en franca decadencia a la que quedaban apenas seis años de vida. Sus mejores momentos, en el sentido de Stefan Sweig al inicio de este artículo, eran historia, pero hasta última hora esa abrumadora verdad permaneció oculta por un limbo de triunfalismo autocomplaciente. Gorbachov, elegido Secretario General ese mismo año más que todo por la edad, fue el epígono encargado de administrar la eutanasia al enorme organismo que se debatía por seguir viviendo a pesar de todos los esfuerzos por darle muerte, y de todas las esperanzas de la izquierda mundial porque se levantara del lecho mortuorio, como Lázaro.

En un documental sobre Mickey Mantle, alguien se preguntaba: ¿cuantos de nosotros hemos tenido nuestros mejores momentos como los de él?. Y esto me hizo pensar inmediatamente en la Revolución Cubana, y en los críticos de mala fe, los detractores inveterados del sistema socialista, los amnésicos selectivos que nunca con toda seguridad se habrán planteado la interrogante epistemológica de cuál de sus enemigos puede gloriarse de haber tenido sus mejores momentos como los de la Revolución Cubana.

Porque la Revolución se reinventa constantemente, dentro de la Revolución. Ninguna década es igual a la anterior. Muchos momentos pudieron ser el mejor momento dentro del marco temporal y conceptual que lo hizo posible, como respuesta a acciones o circunstancias especificas que lo revistieron del imperativo de tener que ser, de hacerse posible en respuesta a una necesidad histórico o político social concreta.

Hoy se abre ante nosotros, frente al imperativo de la supervivencia misma, lo que algún teórico ha definido como “evolución de la Revolución”. Esto es causa de desconcierto porque se han introducido variables que pueden conducir a la indefinición de toda la ecuación, entendiendo la Revolución en los términos de una suma matemática, sugerida por Enrique Ubieta en un artículo: “A veces, hay quien ve y suma dos más dos, y se sorprende cuando el revolucionario obtiene cinco; en realidad, eran dos más tres: el quinto elemento es lo posible que la revolución despierta”[1]. Lo cierto es que, para el cubano común y corriente, el de a pié, la cuenta nunca da, y cuando suma dos más dos con suerte obtiene tres. El elemento que indefine es el especulador que mete impunemente la mano en los bolsillos del trabajador ante la impasibilidad del Estado anonadado.

Se pudiera conceder que ese “elemento que indefine” no se manifiesta gracias sino a pesar del Estado, y hasta cierto punto pudiera ser cierto si la voluntad y los controles institucionales fueran más efectivos. Pero he aquí que el socialismo en estos días se intangibiliza cada vez más, convirtiéndose en un recurso retórico político inaprensible.

Mientras tanto, los cubanos continuamos confiando en que los mejores momentos de la Revolución estén aún por delante, más allá de la retórica demosteniana, porque ese hecho descansa en la voluntad colectiva, mayoritaria, del pueblo de seguir adelante contra toda lógica, por lo menos la lógica estándar globalizada, porque vivimos en una isla en la que, según palabras de Lezama, lo imposible al actuar sobre lo posible engendra un posible en la infinidad.


[1] Enrique Ubieta Gómez. Cuba: ¿revolución o reforma?. Editora Abril, 2012. p. 48.

viernes, 3 de noviembre de 2017

Procrear y multiplicarse: los determinantes ocultos del crecimiento demográfico




I
Según el relato bíblico, en el versículo 28 del primer capitulo del Génesis, Yahvé, después de crear al hombre y a la mujer, les ordena procrear y multiplicarse, y poblar la tierra con su descendencia. Para que fuera más fácil, hizo el sexo placentero. También creó lazos afectivos, el amor, y a nivel social, también jurídico y religioso, canónico, e incluso sacramental, inspiró el matrimonio, protocélula de la familia, como el mejor escenario para criar a los hijos, reproducir y transmitir valores, tradiciones, hábitos y costumbres. Esto siempre funcionó a las mil maravillas. Amor, matrimonio, sexo, hijos, no siempre en ese orden ni con todas las variables presentes, pero parece una fórmula infalible para reproducirse por transitividad.  

Con el triunfo del cristianismo, el matrimonio se convierte en sacramento, y el sexo en tabú: solo es aceptado como una forma repugnante pero inevitable, de cumplir el precepto de Genesis 1:28 que prescribe la procreación y multiplicación de la especie. Lo demás es concupiscencia y apetito de la carne, que como se sabe (esta última), junto con el diablo y el mundo, son los tres grandes enemigos del alma. Como también se sabe, el Medioevo fue la edad de la fe. También fue la época en que renacen las ciudades, el comercio, las artes, las técnicas agrícolas y de navegación, todo ello alentado por la necesidad de dar satisfacción material y espiritual a una población en constante crecimiento, a pesar de las guerras y las epidemias: en el siglo XIV, solo la peste negra diezmó tres cuartas partes de la población de Europa. Pero la recuperación fue rápida, al extremo de permitir las grandes guerras del siglo XV (la de los cien años, de las dos rosas, la culminación de la reconquista en España, las conquistas otomanas, la guerra casi de liberación de los polacos contra la Orden Teutónica), así como los viajes de exploración y la conquista y colonización del Nuevo Mundo. Para fines del siglo XVI Europa estaba superpoblada, “enmendados los daños creados por la peste negra, y una vez más hubo demasiada gente en Europa, demasiadas bocas que alimentar”(J. H. Elliott, La Europa dividida 1559-1598). Pertinazmente, las mujeres seguían pariendo en abundancia, a pesar, o a causa, de que la mortalidad infantil era alta, la expectativa de vida corta y la producción de alimentos insuficiente. Pero por encima de todo se imponía el hecho de que al estar integrado en el discurso religioso en una época de grandes vivencias espirituales y de un alto ascendiente de la iglesia, tener hijos era más que un deber, una obligación para con el Señor. Recíprocamente, una prole abundante era la manifestación más palpable de la bendición de Dios a una familia.

II
En 1998 la revista cubana Temas publicó el artículo "Una sociedad que envejece: retos y perspectivas[1]". Fue mi primer acercamiento al fenómeno del envejecimiento poblacional en Cuba. Después se registraron numerosas réplicas en toda la prensa cubana, trabajos menores que se limitaban a constatar un fenómeno que comenzó a ser integrado en los discursos desde diferentes tribunas, en especial las políticas y laborales. En un principio, cuando a nivel institucional se empezó a cobrar conciencia del fenómeno y de lo que entrañaría para el estado en un futuro no muy lejano en cuanto a tener que hacer frente a una población cada vez más envejecida sin la garantía del reemplazo generacional, sobre todo en los ámbitos laborales, de salud y de seguridad social, se produjo algo parecido al despertar de Roma con Aníbal ad portas, cundiendo el desconcierto, lo que motivó medidas desacertadas como extender la edad de jubilación en unos 5 años, resultando a la postre una solución contradictoria pues poco después se aplicaron las famosas medidas de la disponibilidad laboral separando, o reubicando, forzosamente un gran numero de trabajadores que desempeñaban labores aparentemente innecesarias, amén de resultar una carga injusta para una población agotada y mal retribuida, dejando un saldo psicológico negativo que resulta inoperante en términos de alentar la reproducción. En este sentido, el proceso de disponibilidad laboral constituye una prueba de que lo que es coyunturalmente bueno para la economía nacional, no siempre es bueno para la persona concreta, y entonces nos podemos encontrar en presencia de una violación del principio de equidad que, por lo menos en derecho, no es otra cosa que la justicia aplicada al caso concreto.

Por otra parte, la postergación en cinco años de la edad de retiro implementada por la Ley 105 de 2009, nueva Ley de Seguridad Social, en su artículo 22, es de dudosa pertinencia y mucho menor efectividad. Su propósito no es proactivo, no pretende plantarle cara a una situación inevitable, sino más bien reactiva al retardar en cinco años el momento en que los primeros representantes sobrevivientes del baby boom de entre 1960 a 1974, unos 3,6 millones de personas, entren en edad de retiro, lo cual debe ocurrir a partir de 2020 convirtiéndose en pensionados por edad de la Seguridad Social. Pero postergar no es resolver, y una vez transcurrido el quinquenio “arañado” a los sexagenarios trabajadores, deberán, sin más excepciones dilatorias, enfrentarse al problema con verdaderas soluciones, y no con más retiradas estratégicas. Es otra forma de desatar el nudo gordiano de un sablazo, dictado por la impotencia de no poder resolverlo con inteligencia.

Un enfoque sumamente original al tema “de la rápida disminución de la población” es el formulado por Gregorio Marañón en el ensayo “El pánico del instinto” [2]. Lamentablemente, el tiempo se ha hecho notar en muchos de los escritos de este sabio, especialmente en el estilo, pero la infatigable curiosidad intelectual que lo caracterizó salva esta situación, deparando siempre a quien lo lee el placer de la originalidad. En su momento, y hablo de la primera mitad del siglo XX, a Marañón no le pasó desapercibida la tremenda importancia del fenómeno, su universalidad y el carácter predominantemente urbano, cosmopolita, que adopta, ya que, señala, “existe en todas partes; y sobre todo, en las grandes poblaciones, en las ciudades populosas”. Asimismo, elaboró una teoría para explicarlo recurriendo a determinaciones psicológicas del comportamiento grupal que pudieran inscribirse tal vez dentro de la psicología social, con especial énfasis en categorías como las actitudes y las expectativas, formulado a su manera y con términos propios como instinto de la especie y angustia humana para referirse a una situación anormal de la vida humana en que, llevado de motivaciones ocultas, subconscientes, el individuo deja de reproducirse como una reacción defensiva. Afirma que “la causa más importante de la infecundidad colectiva es un miedo subconsciente a perder los hijos en las guerras o en los grandes trastornos sociales de orden político que se ciernen sobre la humanidad actual”. Funcionando el instinto de la especie a modo de resorte de seguridad para cerrar la llave de la fecundidad “si adquiere, en el antro oscuro de su conciencia, la convicción de que esos hijos puedan desaparecer antes de haber cumplido el fin para que fueron creados y por motivos ajenos a la eterna y universal conveniencia humana”. En resumen, “la disminución de la población es (…) la reacción del instinto de la especie ante una vida histórica sin horizontes conocidos”. Curiosamente, la historia es recursiva, y la teoría un tanto positivista de Marañon ha estado implícita en algunos análisis de la dinámica del crecimiento demográfico en relación con las tendencias sociopolíticas mundiales. El boom de natalidad de los años sesenta dio paso a la transición demográfica que desde entonces es tendencia en casi todo el mundo occidental, caracterizada por bajas tasas de natalidad y de mortalidad. Paralelamente, en esa misma década la URSS alcanzaba la paridad nuclear con los EEUU, lo que significaba simple y llanamente que en caso de un ataque por parte de alguna de las dos superpotencias, la destrucción mutua estaba asegurada. Pensando en este escenario, el académico soviético Dmitri Lijachov escribía en los años 80: “También las parejas (…) ahora se preguntan: ¿Para qué tener niños que se verán privados del futuro?”(Sputnik, julio de 1987). Este escenario no ha cambiado, por el contrario, las amenazas más terribles se han corporizado en un mundo cada vez más aleatorio y complejo, con nuevos actores que llenan de incertidumbre el futuro.

En realidad, a lo que en su momento Marañón percibió, un tanto pintorescamente, como instinto de la especie, hoy pudiéramos agregarle todo un conjunto de actitudes y estados existenciales complejos relacionados con la confrontación de bloques económicos e ideológicos reacomodados tras el fin de la Guerra Fría clásica, el peligro nuclear actualizado con el surgimiento de nuevas potencias nucleares que gozan de muy bajos estándares de responsabilidad según los medios de difusión occidentales, como Pakistán, India, Israel y Corea del Norte, la crisis de los paradigmas, las ideologías, la autoridad y el Estado de fines de los 80, la pérdida de referentes, la invisibilización de la persona, la negación de la historia y el fracaso de los grandes relatos de la modernidad, la negación constructivista de la cognoscibilidad de la realidad objetiva y una reafirmación de la subjetividad como verdad última y eficiente, la verdad construida por la subjetividad de cada individuo como única certeza en contradicción con las verdades construidas o percibidas por los demás y por la colectividad en su conjunto. Además de todo esto, la coyuntura demográfica actual se nos presenta dentro de un complejo escenario al que hay que sumarle el debilitamiento del sentido valorativo referencial de la familia, el surgimiento de brechas y rupturas generacionales debido al rápido desarrollo de la tecnología, “la reducción de la vida media de los productos en general y de la tecnología en particular”[3] lo que significa que cada vez son menores los términos del reemplazo tecnológico dificultando el dialogo intergeneracional basado en un lenguaje y un vocabulario comunes, así como la perdida del compromiso social de los individuos. La tendencia debe apuntar hacia una mayor aleatoriedad en todos estos procesos, agudizándolos y dificultando la solución.

Por otra parte, ha sido muy popular la relación entre economía y demografía que se inscribe dentro del enfoque más ortodoxo y tradicionalista de esta ciencia. Malthus  postuló la teoría de que la población crece en una progresión mayor que los recursos alimenticios, conduciendo a la depauperización, y eventualmente, a la despoblación o la extinción. Malthus es famoso, entre otras cosas, por encarnar el típico sociópata pasivo, de apariencia insignificante, latente en algunos sectores reaccionarios de la intelectualidad cómplice del relato capitalista, que aconsejaba, para alcanzar el equilibrio, promover el exterminio planificado de los pobres mediante guerras, epidemias y hambrunas creadas ad hoc por las clases gobernantes, así como el control de la natalidad mediante la esterilización forzosa. A pesar del carácter brutal de la teoría de la población de Malthus, no deja de ser cierto que el crecimiento humano debe estar acompañado por el económico. Cuando esto no ocurre, se producen crisis alimentarias y la misma población se autorregula hacia una nueva fase de la transición demográfica, limitando la natalidad. Una sociedad con un alto dinamismo demográfico positivo, o que pretenda lograrlo, tiene necesariamente que potenciar un alto desarrollo productivo, pues de lo contrario se verificaría una especie de cuello de botella alimentario creando el colapso social. Uno de los incentivos de la economía China e India para mantener una tasa de crecimiento elevado es precisamente el hecho de ser las dos mayores potencias demográficas del mundo.

Seguramente la solución a la transición demográfica haya que buscarla en un análisis basado en un enfoque sistémico y multifactorial, holístico, pero sin achacarlo todo al fatalismo económico de corte Malthusiano, a la urbanización, a la educación universitaria, a los métodos anticonceptivos o a la emancipación de la mujer, sino analizar cuanto de responsabilidad pueden tener los determinantes ya mencionados, y otros como la anomia y hasta que punto el hecho de no encontrar muchas veces canales viables para la realización personal afecta la disposición de las personas para dejar descendencia. Tendríamos que cuestionarnos la funcionalidad del sistema mismo en ámbitos instrumentalmente sensibles para el individuo, así como la capacidad que poseemos, en el caso de Cuba, de construir todavía un relato alternativo y creíble que reafirme un proyecto totalizador de la historia basado en una escatología marxista-leninista, poniendo al individuo en el centro de un discurso histórico concreto; si nuestro propio relato mantiene su simbolismo liberador, su poder de emancipación, su fuerza desalienadora y su antigua capacidad de convocatoria, lo que no significa en modo alguno abandonarlo, sino todo lo contrario, retomarlo desde una praxis que coloque al individuo en el centro de un proyecto social inclusivo que tenga como meta el desarrollo sin comprometer la equidad y la justicia social que aún tiene un fuerte sustento en la subjetividad colectiva de los cubanos.


[1] Alberta Durán Gondary y Ernesto Chávez Negrín. Una sociedad que envejece: retos y perspectivas. Temas, no. 14, abril-junio de 1998. pp. 57-68.
[2] Gregorio Marañón. Tiempo Viejo y Tiempo Nuevo. Espasa Calpe, S.A. 1956. Séptima edición. pp. 39-79.
[3] Wim Dierckxsens. La transición hacia una nueva civilización. Edición conjunta de la Editora Abril y Ruth Casa Editorial. 2013. p. 9.