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lunes, 30 de abril de 2018

La nueva normalidad





Amamos las etiquetas, las definiciones cerradas, más o menos contundentes. La mejor prueba es cuántas nos hemos puesto a nosotros mismos como especie: animal político (Aristóteles), bípedo implume (Platón), homo sapiens (Linneo), homo faber (Apio Claudio, Hannah Arendt), homo ludens (Huizinga), homo economicus, animal cultural. Clausewitz, por transitividad desde el axioma aristotélico, afirmó el concepto de animal guerrero en su conocida definición de la guerra como la continuación de la política por otros medios. Para redondear la idea, Churchill fue un poco más lejos y afirmó que la guerra es la ocupación natural del hombre.

La guerra es más antigua que la civilización, y contradictoriamente, quizás conduzca a la destrucción de la misma. Tradicionalmente, se hace coincidir el inicio de la civilización con la invención de la escritura. No es casual que muchos de los más antiguos registros escritos describan guerras, como los que contienen la relación minuciosa de las campañas victoriosas de los reyes de Asiria, o de los faraones egipcios, y el botín conquistado a los enemigos. La más grande epopeya de Europa tiene como escenario una guerra, la de Troya.

También dijo Clausewitz que la guerra es la madre de todas las cosas. Pero mucho antes ya Heráclito afirmaba: “Combate es padre de todas las cosas y de todas también es rey”. Y en otro lugar advierte: “Debemos saber que la guerra es estado continuo, que discordia es justicia”. Pero el filósofo griego se refería a la lucha de opuestos, pues consideraba que todo lo que existe se convierte en una misma cosa “porque todo está siempre en proceso de transformarse en su opuesto”[1]. De modo que guerra es paz, y viceversa, igual que día es noche, frío es calor, etc.

Con toda seguridad en nada de esto pensaba el vicepresidente estadounidense, Dick Cheney, cuando el 19 de octubre de 2001, afirmó que “la nueva guerra nunca puede terminarse. Al menos no en nuestro tiempo de vida. La manera en que pienso en ella es como una nueva normalidad”[2]. Sus motivaciones tienen seguramente mayor afinidad con las de los condotieros italianos del renacimiento, soldados profesionales al servicio del mejor postor.

Uno de ellos fue Gian Galezzo Visconti, duque de Milán y antepasado del cineasta Luchino Visconti, quien prohibió en sus dominios la palabra paz y hasta la sacó de los oficios religiosos, de modo que los sacerdotes en la liturgia en vez de decir “Dona nobis pacem” (Danos la paz) debían decir “Dona nobis tranquillitatem” (Danos la tranquilidad). También alababa la honestidad de sus súbditos: “En mi país, el único ladrón soy yo”. Al servicio del duque de Milán se encontraba el inglés John Hawkood o Haakwood, considerado el primer mercenario de los tiempos modernos, inmortalizado en un fresco de Paolo Ucello en la iglesia florentina de Santa María del Fiore. Hay una anécdota que cuenta que encontrándose un día con un fraile que le dijo ingenuamente: –Que Dios te conceda la paz. El mercenario montó en cólera diciéndole: –¡Y a ti que Él te quite las limosnas con las que vives! ¿No sabes que si me quitas la guerra tendré que morir de hambre? Algo parecido ocurrió cuando Aníbal acampó con sus ejércitos a las puertas de Roma. Sorpresivamente, los romanos que ya se daban por perdidos, vieron como el general cartaginés levantaba el campamento y se retiraba. Es uno de los mayores misterios de la historia. Afirman que cuando preguntaron al mismo Aníbal por qué no conquistó la ciudad que tenía a su merced, se limitó a responder: –Porque me hubiera quedado sin trabajo.

A Theodore “Teddy” Roosevelt le fue otorgado el Premio Nobel de la Paz, igual que a Woodrow Wilson, a Henry Kissinger y a Barack Obama. Sin embargo, en 1897 escribió a un amigo: “En estricta confidencia, agradecería casi cualquier guerra, pues creo que este país necesita una”, reproduciendo la doctrina de la guerra como salud del Estado (Randolph Bourne). Al año siguiente, el 19 de abril, William McKinley proclama la Joint Resolution por la cual interviene en la guerra Hispano-Cubana[3], en la que Teddy tomó parte activa al frente de sus rough riders. También este pacífico merecedor del premio más importante de la monarquía sueca dijo una vez que “ningún triunfo pacífico es tan grandioso como el supremo triunfo de la guerra”. Los verdaderos intereses tras la entrada de los EEUU en la guerra que los cubanos tenían prácticamente ganada a España, más allá del bluff humanitario de la Joint Resolution, se encuentra en unas palabras de McKinley varios años antes de ser elegido vigésimo quinto presidente de la Unión: “Necesitamos un mercado extranjero para nuestros excedentes”.

Por eso no debe sorprendernos la frase de Platón: “Solo los muertos han visto el final de la guerra”. Aunque resulta una terrible perspectiva la promesa de que para los vivos la guerra nunca termina. Por lo menos, mientras los destinos de los pueblos estén en manos de rufianes con una moralidad ambigua que ven la guerra como un recurso más de la política, entendiendo la política como el dócil intérprete de la economía. O mientras no se alcance la condición enunciada por Federico Engels: “Para asegurar la paz internacional, es preciso primero eliminar todos los roces nacionales evitables, es preciso que cada pueblo sea independiente y señor en su casa”.

La nueva normalidad es el estado de tensión política mundial inducida artificialmente con el objetivo de mantener conflictos bien focalizados que garanticen la continuidad de la hegemonía norteamericana en los frentes de la política, la economía, la tecnología, la cultura y desde luego, en el terreno militar. Significa, y esto lo señaló Ignacio Ramonet, una “nueva era de conquistas, como en la época de las colonizaciones”, pero en esta etapa no se aspira a ganar países sino mercados. Otra característica de la nueva normalidad es que nunca antes, como ahora, se ha mentido tanto, y tan descaradamente, se ha hecho tan endiabladamente difícil discernir la verdad en medio de la avalancha contradictoria de los discursos de los actores políticos mundiales. La nueva normalidad significa en resumen, aceptar el concepto reaccionario de que la guerra no solo es algo natural, consustancial al hombre, casi un factor evolutivo, sino también esencialmente buena.


[1] Thomson: Los primeros filósofos, p. 260
[2] Globalización y Militarización. La causa raíz de la Guerra a Nivel Mundial contra la Humanidad. Vishnu Bhagwat. 23 de octubre de 2010 en el sitio GlobalResearch, reproducido por Editorial-Streicher.
[3] Howard Zinn, La otra historia de las Estados Unidos, p. 599 (Epub).

viernes, 27 de abril de 2018

Familia et societas






Cierto filósofo griego, según Diógenes Laercio, definió al hombre simplemente como “lo que todos conocen”, que en buen romance significa: el mismo ser incompleto pero perfectible ayer, hoy y siempre. Una obsesión de los filósofos y pedagogos de todos los tiempos ha sido dotar a este pedazo de materia de una educación que lo haga trascender las limitaciones que su condición le impone, sin mucho éxito que digamos ya que en el fondo todo lo que logra la escuela, la mayoría de las veces, es hacer un poco más dogmático al antropoide sin lograr desencadenar al ángel con alas de hierro que, en teoría, todos llevamos dentro. Aunque se sigue intentando.

En un programa de la TV territorial de Holguín, una psicóloga muy segura de sí misma afirmó que los padres tienen que negociar con sus hijos. No me sorprendió porque es la tendencia de la psicopedagogía actual, pero me hizo reflexionar. Toda negociación lleva implícita la capacidad de ceder un poco de algo para obtener a cambio otro poco de algo, de manera que por este camino cuando el muchacho de diez años le diga:
        Madre (o padre), se me antoja tomarme una semana sabática.
La madre (o el padre), impuesta de la conveniencia psicológica de negociar, y renunciando por completo al principio de autoridad, le dirá:
        Pero hijo, es preciso que vayas a la escuela a recibir educación. Ve tres días, y descansa los otros cuatro.
        Bueno –dirá el hijo–, pero iré vestido de arlequín.
        Oh, no, eso no está permitido. Debes ir de uniforme.
        Entonces, que te parece si llegamos a un consenso mutuamente beneficioso: me tomaré esta semana, y la próxima no dejaré de ir de completo uniforme.

Como se ve, a pesar de la sincera voluntad de negociar de los padres con el sano propósito de no traumatizar a la prole con métodos autoritarios propios de nuestros abuelos y de toda la raza humana desde hace más o menos quinientos mil años, hay cosas donde la diplomacia fracasa, como por ejemplo, que a la escuela hay que ir de uniforme. El uniforme escolar es innegociable, es algo absoluto: lo haces…o lo haces. Todo lo demás se puede relativizar, puede ser objeto de negociación, desde la necesidad de bañarse después de andar revolcándose en el lodo, comer tierra, usar cuchara, limpiarse los mocos, o ser corteses, solidarios y serviciales. Son negociables simplemente porque no son cuestiones que deban ser regulados por una norma jurídica, aunque afecten a toda la sociedad. No hay una ley que prohíba a nuestros hijos comer como vikingos, o andar hechos una bola de churre. Dicen que Steve Jobs se bañaba muy poco, y andaba descalzo para arriba y para abajo por las calles de Silicon Valley; aun así fue uno de los hombres más influyentes de nuestra época. Así que bueno, la cuestión del baño y de usar zapatos se puede negociar. Tampoco hay una ley que obligue a usar palabras corteses, a comportarse como un perfecto caballero o como una exquisita dama. Estas cosas el Estado las deja a discreción de la familia. Siempre teniendo en cuenta el principio de negociación.

Si por alguna misteriosa razón los argumentos de los padres se estrellan en el blindaje de la tozudez infantojuvenil, entonces hay que dejar que hagan lo que les dé la gana. Nunca llegar a la imposición, o a la arbitrariedad de por ejemplo, manejar la situación anterior de esta forma:
        Madre (o padre), se me antoja tomarme una semana sabática.
        ¡Mira muchacho, levántate de esa cama, límpiate los mocos, ponte el uniforme y piérdete para la escuela!.

Este proceder puede tener las siguientes consecuencias negativas: que los hijos respeten a los padres, y por extensión a toda autoridad legítimamente constituida, que sean responsables con sus deberes, que desarrollen carácter y que se dejen de guanajerías replicando neciamente por todo lo que se les dice que hagan.

Recuerdo haber leído en las Tradiciones… de Ricardo Palma que plaza que parlamenta está medio tomada. El principio de autoridad no está reñido con el de negociación, si observamos el precepto básico de que la autoridad no se negocia. Es conocida la expresión de Máximo Gómez, que nos tenía bien calados: los cubanos cuando no llegan, se pasan. Porque toda esa retórica de psicología barata de autoayuda tiene raíces más profundas, siempre es así porque no existen discursos autoconscientes sino que se articulan dentro de un metarrelato mucho menos visible. Ahora queremos convertir la familia en una especie de ágora donde todo se ventile democrática y participativamente, como si tuviéramos como sociedad algún pecado oculto y vergonzoso, un esqueleto en el armario, del que convencer al mundo que nos hemos purificado cumplidamente. No obstante, la familia, la más conservadora de las instituciones humanas, resistirá todos los intentos por reformarla.

lunes, 23 de abril de 2018

Éramos tan tontos





En una época más venturosa y feliz, baste decir que éramos tan jóvenes – o si se quiere, empleando la frase de serie humorística argentina, éramos tan pobres –, la placidez bucólica de los días de mi adolescencia en aquellos idílicos ochenta en un batey azucarero que parecía infinito y eterno –que gran error: hoy es solo una aldea snob con gran número de nuevos ricos vinculados a los servicios del turismo–, se vio interrumpida por una gastritis nacida seguramente de un rasgo de mi carácter del que aún no me he podido desprender del todo.

Como prueba de que en realidad no estamos tan lejos del noble indio, la atención primaria de salud el cubano no la busca casi nunca en un hospital, sino en la consulta de un espiritista. Mi caso no fue diferente y una tía que tenía el don de la mediumnidad, aconsejada seguramente por alguna benévola potencia sobrenatural, me recetó un remedio infalible: tomar en ayunas un brebaje compuesto de leche de vaca cruda, sin hervir, con zumo de yerba mora, alusil y novatropín, estas últimas prueba de que el recetario de los behiques se actualiza. También debía ingerir algunas porciones de zábila, la milagrosa aloe vera considerada de antiguo como la panacea universal. Hecho el tratamiento, no sin repugnancia, y sin mayores efectos, el siguiente paso fue recurrir a la ciencia de academia, que incluyó tragar metros de mangueras de suero y tubos diagnosticadores en una consulta del Hospital Lénin de Holguín que concluyó con la certeza de una duodenitis aguda matizada con hiperacidez moderada en toda regla y la prescripción del salvífico bálsamo ruso que terminó por zanjar definitivamente la cuestión de la acidez. Desde entonces he abusado de mis tripas, he bebido como cosaco y comido como mexicano sin rastro de las molestias gástricas que ensombrecieron buena parte de mi primera juventud. Todo gracias a los soviéticos y su asombrosa resina que reviste las tripas con un blindaje a prueba de los más infames inventos fungibles de los cubanos.

Mi abuela, que en gloria esté, gran tejedora de historias y constructora de momentos, padeció toda su vida de un asma bronquial crónica que la puso más de una vez prematuramente al borde mismo de la eternidad. Una crisis de asma en el campo es algo terrorífico y tan difícil de controlar como la frenética carrera de un caballo desbocado. No le ayudaba el hecho de que nunca conoció otro combustible para elaborar los alimentos que la leña seca recogida por ella misma, y su cocina muchas veces semejaba un amanecer londinense, brumoso y con visión cero. Las cocinas de los campesinos cubanos nunca incorporaron chimenea para evacuar la humareda del fogón, y el único filtro purificador del aire eran los propios pulmones. Si, eran fuertes nuestros abuelos. Pero el asma no cree en espíritus de acero. Por suerte o por solidaridad o por designios geopolíticos, los soviéticos regalaron a la provincia de Holguín un hospital completico, con el valor agregado de que iba equipado con médicos y todo. Contaba mi abuela que en una de esas crisis rabiosas que la hacían temer por su vida, fue a dar al hospital Lénin y allí quiso la fortuna que la atendiera una de aquellas doctoras rusas, muy amable y atenta, que le reveló algo que puso fin a sus problemas de asmática reincidente: un nuevo medicamento llamado salbutamol. Desde entonces nunca le faltó el dulce jarabe, ligeramente afresado. Vivió casi cien años, luchando y pasando trabajo, pero completamente dichosa en su pedacito de campiña, y conservando intacto el recuerdo, empapado de gratitud, de la doctora rusa, o por mejor decir, soviética, que le devolvió la funcionalidad a su existencia.

Mi hija nació en ese hospital, que fue un don de la URSS. Y allí también nacieron las hijas de algunos de mis mejores amigos. No puedo olvidar eso. Me niego a hacer coro a quienes hoy solo ven aquel socialismo como una relación desnaturalizada, como el abrazo asfixiante de un oso estepario con un colibrí de los guasimales. Desde luego, éramos mejores personas, tan absurdamente idealistas –no importa si se nos condicionó a ello como a los perros de Pavlov –, que hoy, en este mundo pragmático y egoísta, no podemos más que hacer una autocrítica –incinsera – a nuestra tontería de entonces.