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lunes, 23 de abril de 2018

Éramos tan tontos





En una época más venturosa y feliz, baste decir que éramos tan jóvenes – o si se quiere, empleando la frase de serie humorística argentina, éramos tan pobres –, la placidez bucólica de los días de mi adolescencia en aquellos idílicos ochenta en un batey azucarero que parecía infinito y eterno –que gran error: hoy es solo una aldea snob con gran número de nuevos ricos vinculados a los servicios del turismo–, se vio interrumpida por una gastritis nacida seguramente de un rasgo de mi carácter del que aún no me he podido desprender del todo.

Como prueba de que en realidad no estamos tan lejos del noble indio, la atención primaria de salud el cubano no la busca casi nunca en un hospital, sino en la consulta de un espiritista. Mi caso no fue diferente y una tía que tenía el don de la mediumnidad, aconsejada seguramente por alguna benévola potencia sobrenatural, me recetó un remedio infalible: tomar en ayunas un brebaje compuesto de leche de vaca cruda, sin hervir, con zumo de yerba mora, alusil y novatropín, estas últimas prueba de que el recetario de los behiques se actualiza. También debía ingerir algunas porciones de zábila, la milagrosa aloe vera considerada de antiguo como la panacea universal. Hecho el tratamiento, no sin repugnancia, y sin mayores efectos, el siguiente paso fue recurrir a la ciencia de academia, que incluyó tragar metros de mangueras de suero y tubos diagnosticadores en una consulta del Hospital Lénin de Holguín que concluyó con la certeza de una duodenitis aguda matizada con hiperacidez moderada en toda regla y la prescripción del salvífico bálsamo ruso que terminó por zanjar definitivamente la cuestión de la acidez. Desde entonces he abusado de mis tripas, he bebido como cosaco y comido como mexicano sin rastro de las molestias gástricas que ensombrecieron buena parte de mi primera juventud. Todo gracias a los soviéticos y su asombrosa resina que reviste las tripas con un blindaje a prueba de los más infames inventos fungibles de los cubanos.

Mi abuela, que en gloria esté, gran tejedora de historias y constructora de momentos, padeció toda su vida de un asma bronquial crónica que la puso más de una vez prematuramente al borde mismo de la eternidad. Una crisis de asma en el campo es algo terrorífico y tan difícil de controlar como la frenética carrera de un caballo desbocado. No le ayudaba el hecho de que nunca conoció otro combustible para elaborar los alimentos que la leña seca recogida por ella misma, y su cocina muchas veces semejaba un amanecer londinense, brumoso y con visión cero. Las cocinas de los campesinos cubanos nunca incorporaron chimenea para evacuar la humareda del fogón, y el único filtro purificador del aire eran los propios pulmones. Si, eran fuertes nuestros abuelos. Pero el asma no cree en espíritus de acero. Por suerte o por solidaridad o por designios geopolíticos, los soviéticos regalaron a la provincia de Holguín un hospital completico, con el valor agregado de que iba equipado con médicos y todo. Contaba mi abuela que en una de esas crisis rabiosas que la hacían temer por su vida, fue a dar al hospital Lénin y allí quiso la fortuna que la atendiera una de aquellas doctoras rusas, muy amable y atenta, que le reveló algo que puso fin a sus problemas de asmática reincidente: un nuevo medicamento llamado salbutamol. Desde entonces nunca le faltó el dulce jarabe, ligeramente afresado. Vivió casi cien años, luchando y pasando trabajo, pero completamente dichosa en su pedacito de campiña, y conservando intacto el recuerdo, empapado de gratitud, de la doctora rusa, o por mejor decir, soviética, que le devolvió la funcionalidad a su existencia.

Mi hija nació en ese hospital, que fue un don de la URSS. Y allí también nacieron las hijas de algunos de mis mejores amigos. No puedo olvidar eso. Me niego a hacer coro a quienes hoy solo ven aquel socialismo como una relación desnaturalizada, como el abrazo asfixiante de un oso estepario con un colibrí de los guasimales. Desde luego, éramos mejores personas, tan absurdamente idealistas –no importa si se nos condicionó a ello como a los perros de Pavlov –, que hoy, en este mundo pragmático y egoísta, no podemos más que hacer una autocrítica –incinsera – a nuestra tontería de entonces.

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