En una época más venturosa y
feliz, baste decir que éramos tan jóvenes
– o si se quiere, empleando la frase de serie humorística argentina, éramos tan pobres –, la placidez
bucólica de los días de mi adolescencia en aquellos idílicos ochenta en un
batey azucarero que parecía infinito y eterno –que gran error: hoy es solo una aldea
snob con gran número de nuevos ricos vinculados a los servicios del turismo–, se
vio interrumpida por una gastritis nacida seguramente de un rasgo de mi
carácter del que aún no me he podido desprender del todo.
Como prueba de que en realidad no
estamos tan lejos del noble indio, la atención primaria de salud el cubano no
la busca casi nunca en un hospital, sino en la consulta de un espiritista. Mi
caso no fue diferente y una tía que tenía el don de la mediumnidad, aconsejada seguramente
por alguna benévola potencia sobrenatural, me recetó un remedio infalible:
tomar en ayunas un brebaje compuesto de leche de vaca cruda, sin hervir, con zumo de yerba mora, alusil y novatropín, estas últimas prueba de que el
recetario de los behiques se actualiza. También debía ingerir algunas porciones
de zábila, la milagrosa aloe vera considerada
de antiguo como la panacea universal. Hecho el tratamiento, no sin repugnancia,
y sin mayores efectos, el siguiente paso fue recurrir a la ciencia de academia, que incluyó tragar metros
de mangueras de suero y tubos diagnosticadores en una consulta del Hospital Lénin
de Holguín que concluyó con la certeza de una duodenitis aguda matizada con
hiperacidez moderada en toda regla y la prescripción del salvífico bálsamo ruso
que terminó por zanjar definitivamente la cuestión de la acidez. Desde entonces
he abusado de mis tripas, he bebido como cosaco y comido como mexicano sin
rastro de las molestias gástricas que ensombrecieron buena parte de mi primera
juventud. Todo gracias a los soviéticos y su asombrosa resina que reviste las
tripas con un blindaje a prueba de los más infames inventos fungibles de los
cubanos.
Mi abuela, que en gloria esté, gran
tejedora de historias y constructora de momentos, padeció toda su vida de un
asma bronquial crónica que la puso más de una vez prematuramente al borde mismo
de la eternidad. Una crisis de asma en el campo es algo terrorífico y tan
difícil de controlar como la frenética carrera de un caballo desbocado. No le ayudaba
el hecho de que nunca conoció otro combustible para elaborar los alimentos que
la leña seca recogida por ella misma, y su cocina muchas veces semejaba un
amanecer londinense, brumoso y con visión cero. Las cocinas de los campesinos
cubanos nunca incorporaron chimenea para evacuar la humareda del fogón, y el
único filtro purificador del aire eran los propios pulmones. Si, eran fuertes
nuestros abuelos. Pero el asma no cree en espíritus de acero. Por suerte o por
solidaridad o por designios geopolíticos, los soviéticos regalaron a la
provincia de Holguín un hospital completico, con el valor agregado de que iba
equipado con médicos y todo. Contaba mi abuela que en una de esas crisis
rabiosas que la hacían temer por su vida, fue a dar al hospital Lénin y allí
quiso la fortuna que la atendiera una de aquellas doctoras rusas, muy amable y
atenta, que le reveló algo que puso fin a sus problemas de asmática reincidente:
un nuevo medicamento llamado salbutamol. Desde entonces nunca le faltó el dulce
jarabe, ligeramente afresado. Vivió casi cien años, luchando y pasando trabajo,
pero completamente dichosa en su pedacito de campiña, y conservando intacto el
recuerdo, empapado de gratitud, de la doctora rusa, o por mejor decir,
soviética, que le devolvió la funcionalidad a su existencia.
Mi hija nació en ese hospital,
que fue un don de la URSS. Y
allí también nacieron las hijas de algunos de mis mejores amigos. No puedo
olvidar eso. Me niego a hacer coro a quienes hoy solo ven aquel socialismo como
una relación desnaturalizada, como el abrazo asfixiante de un oso estepario con
un colibrí de los guasimales. Desde luego, éramos mejores personas, tan
absurdamente idealistas –no importa si se nos condicionó a ello como a los
perros de Pavlov –, que hoy, en este mundo pragmático y egoísta, no podemos más
que hacer una autocrítica –incinsera – a nuestra tontería de entonces.
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