Segunda Parte: La Guerra como supremacía racial.
En el Quinto Día, en la hora Prima, del Nombre de la
Rosa, el joven novicio benedictino Adso de Melk, o mejor, Humberto Eco a través
de su alter ego, describe con entusiasmo la difusión del evangelio por
todo el mundo, amparado en numerosos hechos o argumentos que en ese párrafo ni
siquiera cree necesario, por evidentes, mencionar, tales como que fue un
mandato del propio Cristo, era el avance de la civilización sobre la barbarie,
de la luz sobre la oscuridad, de la humanidad sobre la bestialidad, como lo
prueba la descripción de las criaturas que poblaban las ignotas tierras que
recibirían el evangelio de los misioneros cristianos, y con ello, su carta
de ciudadanía al mundo civilizado: “por ejemplo, los brutos con seis dedos
en las manos; los faunos que nacen de los gusanos que se forman entre la
corteza y la madera de los árboles; las sirenas con la cola cubierta de
escamas, que seducen a los marineros; los etíopes con el cuerpo todo negro, que
se defienden del ardor del sol cavando cavernas subterráneas; los onocentauros,
hombres hasta el ombligo y el resto asnos; los cíclopes con un solo ojo, grande
como un escudo; Escila con la cabeza y el pecho de muchacha, el vientre de loba
y la cola de delfín; los hombres velludos de la India que viven en los pantanos
y en el río Epigmáride; los cinocéfalos, que no pueden hablar sin interrumpirse
a cada momento para ladrar; los esquípodos, que corren a gran velocidad con su
única pierna y que cuando quieren protegerse del sol se echan al suelo y
enarbolan su gran pie como una sombrilla; los astómatas de Grecia, que carecen
de boca y respiran por la nariz y sólo se alimentan de aire; las mujeres
barbudas de Armenia; los pigmeos; los epístigos, que algunos llaman también
pállidos, que nacen sin cabeza y tienen la boca en el vientre y los ojos en los
hombros; las mujeres monstruosas del Mar Rojo, de doce pies de altura, con
cabellos que les llegan hasta los talones, una cola bovina al final de la
espalda, y pezuñas de camello; y los que tienen la planta de los pies hacia
atrás, de modo que quien sigue sus huellas siempre llega al sitio del que
proceden y nunca a aquel hacia el que se dirigen; y también los hombres con
tres cabezas; los de ojos resplandecientes como lámparas; y los monstruos de la
isla de Circe, con cuerpo de hombre y cerviz de diferentes, y muy variados, animales”.
Adso, en su fe sincera, era ingenuo. Mas de 1600 años
antes de los hechos narrados en El Nombre de la Rosa, que tienen lugar
en la segunda década del siglo XIV, se produjo un intento civilizatorio, este
mediante la conquista militar. Fue el de Alejandro Magno, tuvo éxito en parte
en llevar la cultura griega a todo el orbis terrarum conocido, o por lo
menos sospechado, vislumbrado en difusas relaciones de inquietos trotamundos
como Heródoto, y crear un imperio mundial. Sus conquistas dieron lugar a un
nuevo mundo, una reconfiguración del mapamundi que cambió, como diríamos hoy,
la geopolítica mundial, creando nuevas zonas de intereses y de influencia,
nuevos estados, nuevas alianzas, nuevas dinastías, nuevas potencias
hegemónicas, nuevos centros culturales y engendró la época helenística. Lo
curioso es que basta leer las crónicas de la época inmediatamente posterior a
la muerte de Alejandro, como la de Lisímaco, para descubrir semejanzas con el
relato de Adso de Melk, en cuanto a las criaturas que poblaban las tierras
destinadas a ser sometidas por la espada del macedonio y montadas en el carro
de la civilización. La de Alejandro pues, era una obra no solo justificada,
sino necesaria.
La forma de justificarlo era el mito. Muchas veces en
la explicación del mito prevalece un enfoque extremadamente simplificado,
limitándolo a un intento ingenuo nacido desde la impotencia para explicar lo
desconocido desde una teleología instrumentalmente deficiente. Es lo que se
enseña en las escuelas de nivel básico, soslayando la génesis socio clasista
del mito. Pero muchas veces, el mito encierra el veneno de una voluntad
consciente por crear una realidad alternativa con un propósito bien definido.
Es una manipulación consciente de la realidad. El mito se creaba en este caso,
no para explicar lo racionalmente incomprensible, sino para justificar lo
políticamente deseable. Este nuevo tipo de mito no se centra en los
tradicionales focos de interés de este discurso, como pueden ser las
cosmogonías o mitos creacionistas o sobre diferentes fuerzas o fenómenos de la
naturaleza o de la realidad inmediata, sino en aspectos raciales, biológicos o
culturales. Sin embargo, en lo esencial continúa sirviéndose de una
articulación muy básica con conceptos intencionalmente elementales. Hay que
tener en cuenta que los procesos de formación de opinión se basan en
razonamientos muy simples. Por ejemplo, cuando George W. Bush habló de “imperio
del mal” en su discurso mitificador está recurriendo a metadatos de la cultura
y de la religión occidental muy fáciles de asumir por los receptores del
mensaje, los ciudadanos norteamericanos de clase media, y por lo tanto muy
efectivos para propósitos de manipulación. Recuérdese que los EEUU es la única
gran potencia occidental donde la práctica religiosa no ha entrado en crisis, y
que esa práctica es de orientación mayoritariamente protestante en sus más
diversas denominaciones, con una génesis acentuadamente fundamentalista.
“Imperio del mal” remite a estas categorías de veladas reminiscencias religiosas
fácilmente aprehensibles por oídos puritanos, cobrando máxima efectividad
también por su aparente sencillez, que como decía un maestro de la manipulación
cercana, Steve Jobs, es la máxima sofisticación. Es así como un mito
casuísticamente deficiente se convirtió en coartada de una política de estado,
la guerra contra el terrorismo, aunque no es correcto concederle todo el
crédito como padre del engendro a George W. Bush, pues ya había sido utilizado
en otros contextos, creo que por Pío XII, primero, y por Ronald Reagan,
después, para satanizar el comunismo. Bush lo conjuró, lo recicló y lo
globalizó.
La razón instrumental del mito se encuentra
desentrañada en alguno de los más perspicaces autores antiguos. “Ya lo decía
Aristóteles en su Metafísica que según la tradición transmitida por los
"antiguos", el mito es "para convencer al vulgo y para servir
de instrumento para fines legislativos y utilitarios (Metafísica, lib. 12,
XIII, pp. 162-163)”[1].
Platón no puso en duda la veracidad de la guerra de Troya descrita por Homero,
pero lo criticó duramente en numerosos pasajes de La República por tejer
fabulas poco edificantes sobre los dioses que podían subvertir la moral de la
polis si los griegos se daban a imitarlos. Conocía sobradamente la efectividad
del mito para modelar conductas, hoy diríamos que conocía el pesado calibre
del mito como arma psicológica de movilización, validación, cohesión o
subversión, según se quiera.
Alejandro Lipschutz desarrolló el término de
“Antropología Física Mitológica” para explicar un fenómeno característico de la
representación de contextos y realidades raciales y culturales diferentes. “Es
una antropología física inventada ad hoc, destinada a servir a un grupo
de hombres para el fin de la cohesión étnica; y en seguida, destinada
también a servir al grupo étnico ya señorial, como instrumento de más fácil conquista,
y de dominación sobre otros grupos étnicos”[2].
En otro lugar dice el sabio chileno que “los conceptos sobre la raza en el
marco social han sido, en muchos casos, no más que instrumento que sirva para
dar a las relaciones entre grupos humanos en pugna, un rumbo grato al más
poderoso entre ellos”[3].
Fueron los griegos, quienes consideraban que en Delfos estaba el Ombligo del
mundo, los que estandarizaron el termino “bárbaro” aplicado a todos los
que no estaban dentro de su espectro sociocultural. El hombre, decían, es la
medida de todas las cosas. El hombre griego, claro. Mientras tanto, “el
bárbaro, como muy bien apunta Lipschutz, era un monstruo, un cíclope con ojo
único, medio hombre, medio animal, a pesar de que en realidad, el bárbaro que
moraba al norte de la Grecia clásica, no se distinguía del habitante de esta,
en cuanto a sus rasgos físicos, y en especial en cuanto a la riqueza y a la
distribución del pigmento cutáneo”.[4]
Es evidente que al sentirse claramente diferenciados con respecto a los pueblos
circundantes, no solo aumentaba la cohesión étnica y cultural del grupo, la
tribu o la nación, sino que fundamentaba la creencia en una misión civilizadora
muy conveniente para encubrir intereses de conquista y colonización. Por otra
parte, la palabra bárbaro tenia connotaciones descalificadoras. Cuando Heródoto
cometió el desliz de sugerir que el nombre de Herácles pudiera ser de origen
egipcio, ignoraba que ofendería profundas susceptibilidades de futuros
lectores. Algunos siglos después, Plutarco lo acusó por esto mismo de “amante de
los bárbaros”, una gran ofensa impropia del pío sacerdote de Apolo délfico que
se sintió herido en su nacionalismo religioso por quien pretendía hacer al dios
Apolo nada menos que medio hermano de un mestizo, de alguien de la “periferia”.
(ver M. I. Finley, El mundo de Odiseo, p. 24).
En la Edad Media, como vimos al principio, no
desapareció este enfoque de una antropología física descalificadora con base
biológica, religiosa o cultural. El cosmógrafo medieval no se mostró
especialmente original y pobló las ignotas regiones del Asia y el Oriente, que
curiosamente también eran las tierras de las especias, de todo un bestiario
donde habitaban dragones, pigmeos y cíclopes, entre otras criaturas fabulosas
que ya habían sido descritas por aquellos seudólogos antiguos criticados por
Estrabón. En el mapamundi de la catedral de Hereford (hacia 1300), en
Inglaterra, según Camilo de Flammarion, se afirma que “en la India habitan los
Monoclos, que no tienen más que una pierna y corren, sin embargo, con
maravillosa rapidez. Cuando quieren defenderse de los ardores del sol, se hacen
sombra con la planta del pie que es muy grande”.[5]
Refiere la existencia de los sátiros, de los faunos, de los cinocéfalos,
hombres con cabeza de perro y de los cinantropos, perros con cabeza de hombre;
y así una relación interminable que refleja algo más que ignorancia y exceso de
fantasía: refleja la conveniencia de satanizar al otro, privarlo de su esencia
humana excluyéndolo, deliberadamente, de su derecho al disfrute de los
bienes terrenales del hombre.
El descubrimiento de América impuso la necesidad de
articular un discurso justificatorio paralelo al proceso civilizatorio.
Es famosa la polémica sostenida entre Fray Bartolomé de las Casas y Juan Gines
de Sepúlveda sobre la naturaleza de los indios, si tenían alma y por
consiguiente eran susceptibles de ser cristianizados. Al transmitir una imagen
errónea, se perseguían intereses muy específicos. “La naturaleza hostil y
decadente de los aborígenes fue codificada en todos los géneros durante el
periodo colonial, como deformidad física y canibalismo”.[6]
Sobre esto se ha dicho “que era uno de los trucos para intimidar al competidor
en la explotación de tierras recién descubiertas, publicar historias de las más
horrorosas sobre sus habitantes”.[7]
El avance de la civilización occidental parece
llevar implícita la idea de conquista, de dominación étnica y cultural,
acompañada de un discurso mistificador para despertar en la mente de las
personas del mismo grupo étnico o cultural la idea de la necesidad de la
conquista, e incluso de la inevitabilidad de la misma por razones de
supervivencia, que en elaboraciones posteriores engendró conceptos como
“espacio vital”, “imperio del mal” o “deber moral” de los sucedáneos del
fascismo en nuestros días. Ocurrió con los pueblos autóctonos de Nuestra
América, donde el brutal exterminio en muchos casos llegó a borrar
manifestaciones etnoculturales completas de la faz de la tierra. Un ejemplo lo
constituyen los patagones o tehuelches y sobre todo los onas o selknam,
habitantes del extenso territorio de la Patagonia unos, y la Tierra del Fuego
los otros, en el cono sur Argentino. Alejandro Lipschutz escribe: “Los
fueguinos murieron como víctimas en la marcha conquistadora de la humanidad
hacia el Antártico – y no pudo haber muerte más gloriosa que la que ellos
murieron”.[8]
En el escenario donde antiguamente vivían orgullosos los patagones y sus primos
onas con su imponente estatura que impresionó a los primeros viajeros europeos,
hoy se desarrolla una de las más poderosas economías ganaderas del mundo. La
geofagia acompañada del desprecio a una cultura diferente fue lo que los
condenó. Ya Charles Darwin había dicho de ellos: “No habría creído cuán
completa es la diferencia entre el salvaje y el hombre civilizado. Esta
diferencia es mayor que entre un animal salvaje y un animal domesticado”. Mas adelante,
expresa: “Estos pobres miserables seres, detenidos en su crecimiento, sus feos
rostros groseramente manchados con pintura blanca, su piel sucia y grasienta,
sus cabellos enmarañados, sus voces discordantes y sus gestos violentos.
Mirando a tales hombres, uno apenas puede llegar a creer que sean criaturas
hermanos nuestros, habitantes del mismo mundo”. Prevaleció la idea de que de
ninguna manera podían considerarse “hermanos nuestros”, y se buscó el medio más
efectivo para que tampoco habitaran nuestro mismo mundo, y se los exterminó.
Los indios norteamericanos fueron más afortunados.
Engañados, perseguidos, degradados y finalmente reducidos en reservaciones
insalubres, algunos puñados pudieron sobrevivir para contar la historia de la
infamia de los fundadores de la nación supuestamente más democrática del mundo.
Un sistema político que engendra y sostiene bandidos como el general Sheridan,
abanderado de la cruzada de exterminio contra los indios que definió en una
ominosa frase, no puede ser una aspiración para nadie. A pesar de constituir
los pobladores más antiguos de América del Norte, “sólo desde el 2 de junio de
1924 todos los indios nacidos en los límites territoriales de los Estados
Unidos son declarados ciudadanos”.[9]
[1] Alejandro Lipschutz. El Problema
racial en la conquista de América. http://www.blest.eu/biblio/lipschutz/
cap1.html/
[2] Alejandro Lipschutz. Idem.
[3] Alejandro Lipschutz. Perfil de
indoamerica de nuestro tiempo. Ed. De Ciencias Sociales, 1972. P. 69.
[5] Camilo de Flammarion. Obras. El
mundo de la Edad Media. S/f. P.596.
[6] Henry Geddes González. Las
estrategias visuales de la construcción de la diferencia en las Asméricas. Rev.
Temas. No. 14. Abril-junio de 1998. P. 6.
[7] A. Lipschutz. Idem. P.170.
[8] Alejandro Lipschutz. Perfil de
indoamerica de nuestro tiempo. P. 228.