A través de las palabras se pudiera escribir
la historia de la ignominia humana. En las lenguas vivas, muchas perviven como
atavismos que nos retrotraen a la prehistoria, conteniendo el veneno de
prácticas que creímos confinadas definitivamente al basurero del tiempo. Si,
como decía Chateaubriand, hay palabras
que solo deberían servir una vez, en cambio hay otras de las que no
deberíamos servirnos nunca, en ningún contexto ni bajo la excusa de ninguna
circunstancia. Veamos un ejemplo.
En el dialogo Protágoras, Platón, como le era
habitual en este género de obras, pone en boca de su maestro Sócrates una larga
disertación exegética sobre un poema de Simónides del que cita este verso:
No denigraré a
ése,
pues de denigrar
no soy amigo,
porque no tiene
límite el linaje de los necios.
Este pasaje puede contener lo que en lógica Aristóteles
y los sofistas llamaron paralogismo, un argumento contradictorio pero no
malintencionado, pues la falacia nace de un error que en este caso viene dado
por la raíz etimológica de la palabra denigrar
y su manifiesto sentido descalificador. La culpa no es de Simónides, y menos de
Platón, sino del traductor. En realidad, la expresión griega “hablar mal”,
empleada en el original, lo mismo puede significar «ofender», «infamar», «injuriar»,
«vilipendiar», por lo que el traductor moderno empleó la que a su juicio mejor
transmitía la idea del autor y echó mano a la dudosa y para nada inocente “denigrar”.
Resulta ilustrativo
su empleo en un entorno de virulenta segregación como el estado de Texas en los
años 30, descrito en el filme The great
debaters (2007), cuando Denzel Washington hace alusión al sentido racista y
descalificador para la raza negra de esta palabra, formada de la raíz latina nigro, negro, tomada en sentido
peyorativo, adoptando una postura de desarticulación de los códigos empleados
por la raza que quiere ostentar la hegemonía. El diccionario de la RAE señala que denigrar
proviene “del lat. denigrare, poner negro, manchar. 1. tr. Deslustrar, ofender
la opinión o fama de una persona. 2. [tr.]injuriar, agraviar, ultrajar”. De la
misma forma, denigración, del lat. denigratio, -onis, acción de ennegrecer” es
la “acción y efecto de denigrar”. Por su parte, el diccionario Lexus de Sinónimos
y Antónimos la relaciona con calumniar, infamar, deshonrar, vilipendiar, injuriar,
ofender; pero además establece parentesco de sinonimia con una batería de
grueso calibre como amenguar, desacreditar, desdorar, desprestigiar, detractar,
difamar, envilecer, humillar, infamar, injuriar, maldecir, reprobar,
vilipendiar, vituperar, y todos los sinónimos relacionados con cada una de
ellas.
John Locke recomendaba no usar nunca una
palabra sin significado, un nombre sin la idea que le hace significar (Del abuso de las palabras). Las
palabras, afirmaba, se derivan de aquellas que significan ideas sensibles. Meras
abstracciones, las palabras se refieren a ideas que representan arquetipos de
donde la mente supone que han sido tomadas, de manera que todo lo que pensamos
se articula en una matriz verbal. La palabra denigrar se deriva de la idea racista y supremacista de que todo lo
negro es malo. Esto se convierte en arquetipo para la idea que conferirá
significado a la palabra. Cada vez que la usamos, conciente o inconcientemente,
reproducimos el arquetipo que le dio vida.
Haciendo una digresión marginal, pudiéramos
decir que para relacionar la palabra con el arquetipo se precisa conocer la
etimología, y esto transita en el caso del español, por estudiar el latín. En
Cuba la primera lengua extranjera que se estudia en la escuela es el inglés, lo
que contribuye a validar una hegemonía, además de que no ayuda
significativamente a conocer la propia. El estudio de la lengua materna se
limita en la práctica a los formalismos y arideces empobrecedores de la
gramática, con mayor peso en la sintáctica. El latín se relaciona indebidamente
con encíclicas papales o misas preconciliares, taxonomías y vocabularios técnicos,
cimentándose el error de que es una lengua muerta cuando en realidad lo que ha
hecho es transformarse, evolucionar, hacia las actuales romances (español,
italiano, francés, etc) y semiromances como el propio inglés, en las cuales
vive. Para pensar, y pensar bien, es preciso conocer las ideas y arquetipos que
subyacen tras las palabras con las cuales no solo nos comunicamos con los
demás, sino con nosotros mismos, ya que vivimos dentro del acto del discurso (Lenguaje y silencio, George Steiner) lo
que se traduce en centrarnos más en el significado, en la semántica de lo que
decimos tanto como en el significante, como lo decimos, que pudiera constituir
una forma de despojarnos de la prehistoria entendida como absurdo a la manera
de Cortázar, desterrando definitivamente palabras que nos remiten a un pasado
de vergüenza y oprobio. Palabras que, reflejos de una época y unas relaciones
sociales ya superadas, persisten como fantasmas en nuestros días, símbolos de
símbolos olvidados, deambulando sin alma en los discursos cotidianos. Como
Poncio Pilatos, que sin derecho alguno entró en el Credo, y ahí está todavía.
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