En las magnificas Memorias de Ultratumba, quizás lo mejor
que se haya escrito en el género memorialístico, Francois-René de
Chateaubriand, nostálgico del ancien
régime abolido por la Revolución Francesa, dice con pesar que “sustituimos los grandes hombres por las
grandes ideas”. Para él, descendiente de los antiguos duques de Bretaña, un
gran hombre no podía ser otra cosa
que un gran señor de villas y castillos, aunque para el resto solo fuera un pedante
con peluca y petaca de rapé que se mantenía en la cima de la pirámide social
por derecho divino, y casi siempre era una nulidad absoluta inservible para cualquier
otra cosa que no fuera intrigar en la corte de esperpentos de los últimos
borbones franceses. Una gran idea,
por otra parte, era una especie de asador u hoguera donde los hombres vulgares
hacían arder a los grandes hombres. Nunca las grandes ideas fueron tratadas con
mayor desprecio que entre los legitimistas franceses que lograron salir con la
cabeza sobre los hombros de los trastornos revolucionarios del siglo XVIII.
Luego, a principios del siglo XX los
grandes hombres a la usanza del antiguo régimen estaban de moda otra vez, dilapidando,
explotando y malversando, y las grandes ideas comenzaron nuevamente a despertar
suspicacias entre los grandes hombres del establishment
surgido después del Congreso de Viena. El pasado siglo fue una especie de
regurgitación glorificada del XVIII, y las cabezas de los grandes hombres
volvieron a dorarse en el asador de las grandes ideas revolucionarias. Nicolás
II y la familia imperial rusa fueron una especie de deja vu de Luis XVI y Maria Antonieta, pero si se me permite una
glosa marginal, ambos casos fueron un error coyuntural pues las revoluciones en
si mismas repudian la crueldad gratuita, aunque se repiten una y otra vez a
pesar de los precedentes por una especie de error de la Matrix. Entonces ocurrió algo sorprendente:
surgió un nuevo tipo de grandes hombres identificados con las grandes ideas. Los
grandes hombres y las grandes ideas dejaron de ser autoexcluyentes. Es más,
este fue el siglo de los grandes hombres y las grandes ideas. En particular, la
gran idea por antonomasia de este siglo fue la idea socialista, que había
empezado sus primeros balbuceos teóricos más o menos por la misma época en que
Chateaubriand ponía el punto final a sus Memorias.
Todavía existe en el sardónico
mundo de Chateaubriand otra especie más: el
gran hombre del justo medio. Este es el soldado de las grandes ideas, superviviente
reciclado de la época transformadora de las revoluciones, avenido a la medianía
de la realidad del mundo posromántico. Entre los diques desbordados de la
pasión revolucionaria y la reacción conservadora empeñada en la restauración
del antiguo régimen, se estableció el pantano del justo medio. En carta a la duquesa de Berry, se define el justo medio de esta manera:
»El Estado ha caído en manos de
los funcionarios de profesión y de esa clase que no ve en la patria más que una
posibilidad de llenar su puchero, en los asuntos públicos sus asuntos privados:
es difícil, Madame, que conozcáis de lejos lo que aquí se llama el justo
medio; que Su Alteza Real se imagine una falta absoluta de elevación de espíritu,
de nobleza de corazón, de dignidad de carácter; que se imagine a individuos
pagados de su propia importancia, hechizados por sus cargos, locos por su
dinero, decididos a dejarse matar por sus pensiones: nada les hará apartarse de
ellas; es algo a vida o muerte; están casados con ellas como los galos con sus
espadas, los caballeros con la oriflama, los hugonotes con el penacho blanco de
Enrique IV, los soldados de Napoleón con la bandera tricolor; no morirán
hasta que hayan agotado sus juramentos a todos los regímenes, después de haber
exprimido la última gota en provecho de su último puesto». (Memorias de Ultratumba, Lib. 34, Cap. 13).
El justo medio no es una solución
de compromiso, no es la virtud ni la sabiduría en el sentido aristotélico: es la
derrota definitiva de las grandes ideas.