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jueves, 28 de junio de 2018

El justo medio





En las magnificas Memorias de Ultratumba, quizás lo mejor que se haya escrito en el género memorialístico, Francois-René de Chateaubriand, nostálgico del ancien régime abolido por la Revolución Francesa, dice con pesar que “sustituimos los grandes hombres por las grandes ideas”. Para él, descendiente de los antiguos duques de Bretaña, un gran hombre no podía ser otra cosa que un gran señor de villas y castillos, aunque para el resto solo fuera un pedante con peluca y petaca de rapé que se mantenía en la cima de la pirámide social por derecho divino, y casi siempre era una nulidad absoluta inservible para cualquier otra cosa que no fuera intrigar en la corte de esperpentos de los últimos borbones franceses. Una gran idea, por otra parte, era una especie de asador u hoguera donde los hombres vulgares hacían arder a los grandes hombres. Nunca las grandes ideas fueron tratadas con mayor desprecio que entre los legitimistas franceses que lograron salir con la cabeza sobre los hombros de los trastornos revolucionarios del siglo XVIII.

Luego, a principios del siglo XX los grandes hombres a la usanza del antiguo régimen estaban de moda otra vez, dilapidando, explotando y malversando, y las grandes ideas comenzaron nuevamente a despertar suspicacias entre los grandes hombres del establishment surgido después del Congreso de Viena. El pasado siglo fue una especie de regurgitación glorificada del XVIII, y las cabezas de los grandes hombres volvieron a dorarse en el asador de las grandes ideas revolucionarias. Nicolás II y la familia imperial rusa fueron una especie de deja vu de Luis XVI y Maria Antonieta, pero si se me permite una glosa marginal, ambos casos fueron un error coyuntural pues las revoluciones en si mismas repudian la crueldad gratuita, aunque se repiten una y otra vez a pesar de los precedentes por una especie de error de la Matrix. Entonces ocurrió algo sorprendente: surgió un nuevo tipo de grandes hombres identificados con las grandes ideas. Los grandes hombres y las grandes ideas dejaron de ser autoexcluyentes. Es más, este fue el siglo de los grandes hombres y las grandes ideas. En particular, la gran idea por antonomasia de este siglo fue la idea socialista, que había empezado sus primeros balbuceos teóricos más o menos por la misma época en que Chateaubriand ponía el punto final a sus Memorias.

Todavía existe en el sardónico mundo de Chateaubriand otra especie más: el gran hombre del justo medio. Este es el soldado de las grandes ideas, superviviente reciclado de la época transformadora de las revoluciones, avenido a la medianía de la realidad del mundo posromántico. Entre los diques desbordados de la pasión revolucionaria y la reacción conservadora empeñada en la restauración del antiguo régimen, se estableció el pantano del justo medio. En carta a la duquesa de Berry, se define el justo medio de esta manera:

»El Estado ha caído en manos de los funcionarios de profesión y de esa clase que no ve en la patria más que una posibilidad de llenar su puchero, en los asuntos públicos sus asuntos privados: es difícil, Madame, que conozcáis de lejos lo que aquí se llama el justo medio; que Su Alteza Real se imagine una falta absoluta de elevación de espíritu, de nobleza de corazón, de dignidad de carácter; que se imagine a individuos pagados de su propia importancia, hechizados por sus cargos, locos por su dinero, decididos a dejarse matar por sus pensiones: nada les hará apartarse de ellas; es algo a vida o muerte; están casados con ellas como los galos con sus espadas, los caballeros con la oriflama, los hugonotes con el penacho blanco de Enrique IV, los soldados de Napoleón con la bandera tricolor; no morirán hasta que hayan agotado sus juramentos a todos los regímenes, después de haber exprimido la última gota en provecho de su último puesto». (Memorias de Ultratumba, Lib. 34, Cap. 13).

El justo medio no es una solución de compromiso, no es la virtud ni la sabiduría en el sentido aristotélico: es la derrota definitiva de las grandes ideas.

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