La muerte es una catástrofe. De
hecho, es la mayor de todas las catástrofes. Esta cruda realidad, acechante
siempre, y posiblemente causa de todas las neurosis humanas, no la alivia ni la
religión, que la ve como tránsito, ni la filosofía banal que aconseja
imperturbabilidad ante lo inevitable. Un mundo en el que existe la muerte nunca
puede ser considerado un mundo normal. Una especie que alcanzó un punto de su
propia evolución en que le es posible racionalizar la muerte, la única especie
que puede hacerlo por cierto, que convive con ella, que constantemente se ve confrontada
con la certeza de su inevitabilidad, tiene que ser una especie severamente
perturbada. La conciencia de existir la recibimos con el veneno oculto de la
conciencia de que vamos a morir.
Si saber que vamos a morir es
perturbador, saber que las cosas nos
sobreviven es morboso. Los antiguos egipcios, y muchos pueblos llamados
bárbaros, tuvieron la sabiduría digna del mayor elogio, de enterrar a los
muertos con las cosas que usaron en vida. Quizás lo hacían poseídos de un
pensamiento puramente utilitario, convencidos de que tras ese umbral que se abría
al apagarse todos los signos vitales, la vida continuaba. O tal ves simplemente
se rebelaban ante la idea de que las sandalias, o el cincel, o el sombrero que
lo acompañaron siguieran en este mundo cuando su dueño ya no estaba en el.
Recuerdo que tras la muerte del
padre de un gran amigo, hace ya muchos años, me quedé conmocionado al
contemplar las herramientas de trabajo, esas cosas tan inmediatas que cobran
una especie de personalidad en relación con su dueño y que conservan visibles
muestras del desgaste y el uso en el proceso de irse acomodando a sus manos y a
sus hábitos de trabajo, prolijamente acomodadas en el mismo lugar en que las
manos del muerto las pusieron la última vez. Me sentí rodeado como por un vacío
triste, una molesta sensación de estar profanando algo, y de no saber que hacer
con aquellas cosas que parecían repentinamente muertas también.
En vista de todo esto, considero una
buena práctica detenernos de vez en cuando a pensar en el sentido que puede
tener gastarnos este corto espacio entre dos infinidades acarreando cosas –como
el escarabajo con su bola de estiércol – que al final, cuando ya no estemos,
solo servirán para proclamar nuestra terrible fragilidad de una manera casi burlona,
ya que, como dijo alguien, de nada sirve ser el muerto más rico del cementerio.
Si Dios existe, y lo creo, somos el producto de un momento, si es que la
divinidad, en su solitaria eternidad tiene momentos, en que se encontraba
particularmente dispuesto al sarcasmo.