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lunes, 21 de enero de 2019

La insoportable mortalidad del ser




La muerte es una catástrofe. De hecho, es la mayor de todas las catástrofes. Esta cruda realidad, acechante siempre, y posiblemente causa de todas las neurosis humanas, no la alivia ni la religión, que la ve como tránsito, ni la filosofía banal que aconseja imperturbabilidad ante lo inevitable. Un mundo en el que existe la muerte nunca puede ser considerado un mundo normal. Una especie que alcanzó un punto de su propia evolución en que le es posible racionalizar la muerte, la única especie que puede hacerlo por cierto, que convive con ella, que constantemente se ve confrontada con la certeza de su inevitabilidad, tiene que ser una especie severamente perturbada. La conciencia de existir la recibimos con el veneno oculto de la conciencia de que vamos a morir.

Si saber que vamos a morir es perturbador, saber que las cosas nos sobreviven es morboso. Los antiguos egipcios, y muchos pueblos llamados bárbaros, tuvieron la sabiduría digna del mayor elogio, de enterrar a los muertos con las cosas que usaron en vida. Quizás lo hacían poseídos de un pensamiento puramente utilitario, convencidos de que tras ese umbral que se abría al apagarse todos los signos vitales, la vida continuaba. O tal ves simplemente se rebelaban ante la idea de que las sandalias, o el cincel, o el sombrero que lo acompañaron siguieran en este mundo cuando su dueño ya no estaba en el.

Recuerdo que tras la muerte del padre de un gran amigo, hace ya muchos años, me quedé conmocionado al contemplar las herramientas de trabajo, esas cosas tan inmediatas que cobran una especie de personalidad en relación con su dueño y que conservan visibles muestras del desgaste y el uso en el proceso de irse acomodando a sus manos y a sus hábitos de trabajo, prolijamente acomodadas en el mismo lugar en que las manos del muerto las pusieron la última vez. Me sentí rodeado como por un vacío triste, una molesta sensación de estar profanando algo, y de no saber que hacer con aquellas cosas que parecían repentinamente muertas también.

En vista de todo esto, considero una buena práctica detenernos de vez en cuando a pensar en el sentido que puede tener gastarnos este corto espacio entre dos infinidades acarreando cosas –como el escarabajo con su bola de estiércol – que al final, cuando ya no estemos, solo servirán para proclamar nuestra terrible fragilidad de una manera casi burlona, ya que, como dijo alguien, de nada sirve ser el muerto más rico del cementerio. Si Dios existe, y lo creo, somos el producto de un momento, si es que la divinidad, en su solitaria eternidad tiene momentos, en que se encontraba particularmente dispuesto al sarcasmo.

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