Cualquier intento de formulación
del estado actual de la economía en Cuba puede devenir un elaborado y exquisito
manifiesto surrealista. Una rueda, según la definición de Guillaume
Apollinaire, es una pierna surrealista. El mercado es, bajo las condiciones
adecuadas, una pistola surrealista, y los precios pólvora y pedernal. Entre el
Estado y la Sociedad
existen un conjunto de relaciones intermedias, actores, actitudes, decisiones,
estados cuánticos de desorden que pueden, llegado el caso de la desesperación
absoluta, funcionar perfectamente como proyectil que lleve a cabo el suicidio
de la utopía social participativa.
Recuerdo haber leído, creo que en
Plutarco, que los marineros de cierto barquichuelo que bojeaba las costas de
Grecia en los albores de la era cristiana, escucharon consternados una voz
profunda que proclamaba la muerte del antiguo Dios Pan. Uno de los Cinco
Misterios del Rosario de los cubanos es la agonía de la moneda nacional, el
peso. Nadie lo ha proclamado aún, pero muere. Lo están matando los precios.
Pudiéramos decir que es culpa del
bloqueo, de la disparidad de ingresos, de las brechas salariales, del monopolio
de algunas empresas estatales absolutamente ineficientes (como Suchel), de los leoninos márgenes de
ganancia comercial aplicados por el Estado de espaldas a la realidad salarial
de amplios sectores, el bajo rendimiento productivo por falta de motivación, la
autorregulación en la práctica del mercado interno, la política de parches del
Estado, sobre todo en la agricultura, la costumbre de acudir a soluciones
paliativas en lugar de atacar el problema de frente, etc. En la percepción
popular la culpa es de un Estado cargado de buenas intenciones pero enredado en
la trampa cosmética de la democracia y del crecimiento económico como un deus ex machina que resolverá todos los
problemas estructurales, dejando de lado “la
necesidad indispensable de compensar los negativos efectos sociales de la
economía mercantil” (José Luis Rodríguez, La desaparición de la URSS 25 años
después: Algunas reflexiones, VI y final).
Por otra parte existe la muy
extraña, dijérase inverosímil, relación partenogenética del Estado con la corrupción,
que se parece a la del marido cornudo que siempre es el último en enterarse de
que su mujer en las noches deja que el vecino entre en la propia huerta y se
coma los frutos prohibidos. La corrupción también se puede comparar con el mal
aliento: cuando el tirano Hierón de Siracusa se enteró por uno de sus enemigos
de que tenía este problema, conocido hoy como halitosis, corrió desconcertado a
reprocharle a su mujer por no habérselo dicho antes. La cónyuge, o muy casta o
muy tonta o muy astuta, le respondió que ella pensaba que el aliento de todos
los hombres olía como el suyo. Comprendió entonces que nadie se atrevía a
hablarle con franqueza, ni su propia mujer, lo que comprometía sensiblemente la
calidad de la información que recibía para la toma de decisiones, incluso en lo
concerniente a los temas más banales. Hay una verdad enorme como el Turquino:
la corrupción florece frente a la incapacidad del Estado para atajarla. Aunque
exista, como de hecho ocurre, la voluntad política en los más altos niveles,
ésta se da de narices con problemas estructurales o de simple flujo de
información en cada escenario del país. Los corruptos se sienten tan impunes
que realizan su obra impúdica coram
populo, como Diógenes que cometía sus indecencias en plena ágora para
escarnio de los atenienses. Pero en este caso carece de filosofía, y en el
fondo el mensaje es un irrespeto absoluto a todo lo establecido. No hay
gradaciones para el ladrón, igual que no hay término medio entre la virtud y el
vicio. El término ladrón de guante blanco
es una falacia que pretende diferenciarlo del caco de pata de cabra. Robin Hood
era una especie de objetor de conciencia; Arsenio Lupin, en cambio, es
simplemente un ladrón, elegante pero ladrón al fin. El administrador, director
o gerente de una empresa que se apropia de un saco de cemento que quedó “en el
aire” fuera de inventario por una especie de magia contable, no se diferencia
del delincuente caricaturesco de jersey y antifaz que al amparo de la oscuridad,
armado de tenazas y pata de cabra, violentó un candado y saqueó ese almacén llevándose
el mismo saco de cemento que a todos los efectos legales no existía dentro del
inventario de medios físicos tangibles. Lo que confiere identidad a ambos casos,
atribuyéndoles carácter punible, es la intención subjetiva que inspiró la
acción.
La última carga al machete de
nuestra historia la dirigió Enrique Loynaz del Castillo en el Wajay durante los
turbulentos y confusos días de la Guerrita de Agosto contra la reelección de
aquel patán de vuelo político gallináceo llamado Tomás Estrada Palma, un canto
de cisne inútil para nuestra más gloriosa institución mambisa. Siempre he
creído que a la legión de sinvergüenzas corruptos hay que entrarles con aquel
poema de Rubén Martínez Villena, el más conocido, quizás el mejor: Hace falta una carga para matar bribones…aunque
para ello, eventualmente, haya que resucitar la caballería mambisa. A estas
alturas, la única forma de limpiar los establos de Augías de toda su porquería
es inundarlos con el torrente purificador de una Revolución dentro de la
Revolución.