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martes, 16 de octubre de 2018

Los establos de Augías





Cualquier intento de formulación del estado actual de la economía en Cuba puede devenir un elaborado y exquisito manifiesto surrealista. Una rueda, según la definición de Guillaume Apollinaire, es una pierna surrealista. El mercado es, bajo las condiciones adecuadas, una pistola surrealista, y los precios pólvora y pedernal. Entre el Estado y la Sociedad existen un conjunto de relaciones intermedias, actores, actitudes, decisiones, estados cuánticos de desorden que pueden, llegado el caso de la desesperación absoluta, funcionar perfectamente como proyectil que lleve a cabo el suicidio de la utopía social participativa.

Recuerdo haber leído, creo que en Plutarco, que los marineros de cierto barquichuelo que bojeaba las costas de Grecia en los albores de la era cristiana, escucharon consternados una voz profunda que proclamaba la muerte del antiguo Dios Pan. Uno de los Cinco Misterios del Rosario de los cubanos es la agonía de la moneda nacional, el peso. Nadie lo ha proclamado aún, pero muere. Lo están matando los precios.

Pudiéramos decir que es culpa del bloqueo, de la disparidad de ingresos, de las brechas salariales, del monopolio de algunas empresas estatales absolutamente ineficientes (como Suchel), de los leoninos márgenes de ganancia comercial aplicados por el Estado de espaldas a la realidad salarial de amplios sectores, el bajo rendimiento productivo por falta de motivación, la autorregulación en la práctica del mercado interno, la política de parches del Estado, sobre todo en la agricultura, la costumbre de acudir a soluciones paliativas en lugar de atacar el problema de frente, etc. En la percepción popular la culpa es de un Estado cargado de buenas intenciones pero enredado en la trampa cosmética de la democracia y del crecimiento económico como un deus ex machina que resolverá todos los problemas estructurales, dejando de lado “la necesidad indispensable de compensar los negativos efectos sociales de la economía mercantil” (José Luis Rodríguez, La desaparición de la URSS 25 años después: Algunas reflexiones, VI y final).

Por otra parte existe la muy extraña, dijérase inverosímil, relación partenogenética del Estado con la corrupción, que se parece a la del marido cornudo que siempre es el último en enterarse de que su mujer en las noches deja que el vecino entre en la propia huerta y se coma los frutos prohibidos. La corrupción también se puede comparar con el mal aliento: cuando el tirano Hierón de Siracusa se enteró por uno de sus enemigos de que tenía este problema, conocido hoy como halitosis, corrió desconcertado a reprocharle a su mujer por no habérselo dicho antes. La cónyuge, o muy casta o muy tonta o muy astuta, le respondió que ella pensaba que el aliento de todos los hombres olía como el suyo. Comprendió entonces que nadie se atrevía a hablarle con franqueza, ni su propia mujer, lo que comprometía sensiblemente la calidad de la información que recibía para la toma de decisiones, incluso en lo concerniente a los temas más banales. Hay una verdad enorme como el Turquino: la corrupción florece frente a la incapacidad del Estado para atajarla. Aunque exista, como de hecho ocurre, la voluntad política en los más altos niveles, ésta se da de narices con problemas estructurales o de simple flujo de información en cada escenario del país. Los corruptos se sienten tan impunes que realizan su obra impúdica coram populo, como Diógenes que cometía sus indecencias en plena ágora para escarnio de los atenienses. Pero en este caso carece de filosofía, y en el fondo el mensaje es un irrespeto absoluto a todo lo establecido. No hay gradaciones para el ladrón, igual que no hay término medio entre la virtud y el vicio. El término ladrón de guante blanco es una falacia que pretende diferenciarlo del caco de pata de cabra. Robin Hood era una especie de objetor de conciencia; Arsenio Lupin, en cambio, es simplemente un ladrón, elegante pero ladrón al fin. El administrador, director o gerente de una empresa que se apropia de un saco de cemento que quedó “en el aire” fuera de inventario por una especie de magia contable, no se diferencia del delincuente caricaturesco de jersey y antifaz que al amparo de la oscuridad, armado de tenazas y pata de cabra, violentó un candado y saqueó ese almacén llevándose el mismo saco de cemento que a todos los efectos legales no existía dentro del inventario de medios físicos tangibles. Lo que confiere identidad a ambos casos, atribuyéndoles carácter punible, es la intención subjetiva que inspiró la acción.

La última carga al machete de nuestra historia la dirigió Enrique Loynaz del Castillo en el Wajay durante los turbulentos y confusos días de la Guerrita de Agosto contra la reelección de aquel patán de vuelo político gallináceo llamado Tomás Estrada Palma, un canto de cisne inútil para nuestra más gloriosa institución mambisa. Siempre he creído que a la legión de sinvergüenzas corruptos hay que entrarles con aquel poema de Rubén Martínez Villena, el más conocido, quizás el mejor: Hace falta una carga para matar bribones…aunque para ello, eventualmente, haya que resucitar la caballería mambisa. A estas alturas, la única forma de limpiar los establos de Augías de toda su porquería es inundarlos con el torrente purificador de una Revolución dentro de la Revolución.