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viernes, 31 de agosto de 2018

Después de Gutenberg





Las palabras venden jabones o ganan guerras.
Charles Wright Mills. La elite del poder.
                                                                               
En algún lugar Franz J. Hinkelammert escribió que “el significado histórico de un acontecimiento está en el hecho de que cada acontecimiento hoy tiene antecedentes en el pasado. Estos antecedentes no son causas, pero son condiciones sine qua non, sin las cuales la posibilidad del acontecimiento hoy no es explicable”. De acuerdo con este criterio, los griegos de la época clásica se nos presentan como un caso notable de explicación y aún construcción del presente a partir de muy poca, y no del todo fidedigna, información de su propio pasado. Lo que es más sorprendente, esa información provenía de un solo autor que gozó de una autoridad casi oracular. Hay un periodo en la historia griega conocido como Micénico, por la ciudad de Agamenón desenterrada por Schliemann en el siglo XIX, del que solo quedaba el desdibujado recuerdo en las dos grandes epopeyas homéricas. Por eso Homero, como dice un historiador, “fue su símbolo de nacionalidad, la autoridad intachable de su historia primitiva, y una figura decisiva en la creación de su Panteón”. Esto, que parece un inconveniente por la falta de alternativas con fines verificativos, en realidad facilitó el proceso de cohesión y de autorreconocimiento de los habitantes de la hélade, que aun cuando divididos por muchas veces sangrientas e irreconciliables diferencias, como Atenas y Esparta, en cambio se sentían portadores de una misma tradición identitaria, homérica, frente a quienes quedaban fuera de este espectro de irradiación cultural, los bárbaros.

Veintiocho siglos después de Homero, la globalización de la información propiciada desde Internet ha convertido el simple acto de informarse en un complejo y riesgoso proceso en el que casi nunca logramos lo que buscamos, y casi siempre terminamos más confundidos que antes, todo ello por la versatilidad y la diversidad de fuentes. En un pasado no tan lejano, las personas bien que mal, tenían acceso a las mismas noticias, a través de los mismos medios de comunicación convencionales, los periódicos, la radio, la televisión. El hecho informativo era vertical y escapaba al control del receptor final. Transmitía seguridad y confianza, elementos esenciales para la estabilidad de una comunidad humana que al final determina o compromete la funcionalidad misma de todo el sistema. Trasciende y se sublima en confianza o desconfianza incluso más allá del sistema, al crear certidumbre a partir de la sensación de compartir la misma información, aún cuando nos pudiera asaltar la vaga sospecha de no tener control sobre la información que recibimos que responde muchas veces a intereses editoriales que pueden estar mediatizados por oscuras motivaciones.

La sobreabundancia de fuentes de información disponibles en la Web global no ha podido mejorar las cosas. Al contrario. Siempre que abrimos una página nos invade la desconfianza. Lo primero que pensamos es que la Internet es esencialmente una plataforma de opinión. Es bueno tener una tribuna para opinar, todos tenemos algo que decir, y creemos que lo que tenemos que decir es lo más importante que se puede decir, por eso Internet está hecha a la medida de la necesidad de autopromoción que se agazapa en todo ser humano. Recientemente, buscando información sobre geopolítica y planes de dominación global, entre artículos realmente buenos de autores como Noam Chomsky, Jean Baudrillard, Eduardo Galeano o Thierry Meysan, encontré muchísima hojarasca sobre teorías de la conspiración que se movían en un amplísimo registro, desde misteriosas revelaciones gnósticas sobre una oscura conspiración de lavado de cerebro extraterrestre a través de las tres grandes religiones abrahamicas, hasta los planes illuminati de dominio mundial. Confieso que mi racionalidad se tambaleó y terminé preguntándome si no habría algo de verdad en todo eso, y realmente los illuminati estarían metiendo la garra en las oficinas ejecutivas de las grandes potencias. Si, por ejemplo, los miembros del Club Bilderberg no estarían amarrados por finos hilitos de seda tirados por algún perverso demiurgo illuminati.

La relación frente a la información en estos tiempos de multiplataformas no convencionales, posgütenbergianas, como nunca antes nos obliga a plantearnos una cuestión de actitud y de roles, a tomar partido, a armarnos de criterio para elegir qué página Web abrir, que articulo leer, ya que este hecho nos hará participes de la intencionalidad de su contenido, formaremos parte o más bien completaremos, consumaremos, la concepción o el plan maestro para el que fue creado. Quisiera pensar que en nuestra época el hombre no se define por lo que come, sino por lo que lee, o más bien por la actitud con la que enfrenta el acto de la lectura, lo que nos remite a la afirmación de Gramsci de que el hombre es el proceso de sus actos. Ocurre algo similar que con la apreciación del arte, que es concebida como co-creación, lo cual significa que la obra no termina con el último brochazo del pintor, sino que se realiza cada vez que es contemplada y “racionalizada” por cada nuevo sujeto. O con un texto teatral que se enriquece tras cada puesta, surgiendo un texto paralelo pero igualmente válido y tan canónico como el primario, pues según Antón Arrufat, “la puesta en escena es también un texto”. La lectura es parte del texto, por lo que la palabra escrita, en cualquiera de sus formatos, no funciona como sinécdoque o tropo retórico, tomando la parte como el todo, el medio como fin, como mero ejercicio de narcisismo intelectual, ni para terminar ocupando espacio en algún servidor ignoto del primer mundo, sino que el fin de cada palabra somos nosotros. Parafraseando a Montaigne, la palabra es mitad de quien la escribe y mitad de quien la lee.

lunes, 27 de agosto de 2018

El presente distópico





En la red underground de distribución de audiovisuales que en Cuba funciona como una TV informal, horizontal, no convencional, conocida como El Paquete, recientemente encontré, con enorme satisfacción, una copia de Blade Runner. La disfruté por enésima vez, y la historia de ese futuro distópico en que terminamos cagando nuestro mundo encarnado brillantemente en las historias de Harrison Ford, Rutger Hauer y la bellisima y sutilmente trágica Sean Young me pareció perfectamente plausible. Porque quizás ya lo hemos hecho, ya nos lo hemos cargado, lo que no lo sabemos. No en balde, la historia transcurre en un 2019 que hoy está más cercano a nosotros que aquel remoto 1982 en que se produjo la magistral película.

Uno de los grandes motivos de la ciencia ficción es el de la máquina del tiempo, que le permite al autor especular sobre los efectos del desarrollo científico técnico adentrándose en consideraciones filosóficas sobre el destino de la humanidad que muchas veces terminan en un acabado manifiesto existencial. Casi siempre estas historias transcurren en la dirección de la flecha del tiempo, hacia el futuro, pero no sería menos interesante imaginar nuestro presente a la inversa, con los ojos del pasado, por ejemplo elucubrando lo que le pasaría a un hombre de la Edad Media si en virtud de tal artilugio pudiera trasladarse a nuestra época. Para un habitante del medioevo, señor o villano, este, aquí y ahora, es un mundo distópico. Probablemente moriría a los pocos minutos, como nos pasaría a nosotros si respiráramos la atmósfera de Saturno. Si no lo mata la contaminación y las toxinas químicas en el aire, el agua y el suelo, moriría a causa de algún virus que a nosotros nos resulta casi inocuo, como el de la influenza estacionaria, o los conservantes de los alimentos enlatados, el ruido o la radiación.

Muchas de las realidades que a nosotros nos resultan corrientes, a él le parecerían más que extrañas, aberrantes, insoportables. Nuestros sentidos, la sensibilidad de nuestra época, se encuentra groseramente embotada. El paso normal del tiempo nos aburre, y solo nos sentimos saciados por el vértigo abrumador. Para no desbarrar más de lo necesario, me limitaré a citar un fragmento del libro Los bárbaros, de Alessandro Baricco en que el escritor italiano teoriza sobre el cine como parte de la arquitectura de nuestros tiempos:

Toma a un lector del siglo XIX y haz que vea, pongamos, Full Metal Jacket (no digo Matrix, digo Full Metal Jacket): antes de desmayarse, seguramente será capaz de percibir, con cierto disgusto, la espectacularidad indecorosa de ese lenguaje expresivo: la velocidad, el montaje, los primeros planos, la música, los efectos especiales…: no hay duda de que eso le parecerá horrorosamente fácil, dopado, servil. Según sus parámetros, lo es. Según los nuestros, no. Porque nosotros al cine le reconocemos con prejuicio, y se lo perdonamos, una determinada esencia espectacular, necesaria para su existir. En las películas hollywoodienses todavía nos entretenemos midiendo su rasgo espectacular, y valorando en qué medida su presencia perjudica el sentido, la inteligencia, la profundidad. Pero, incluso ahí, se trata de un razonamiento un tanto académico, que desentona con nuestra instintiva adopción de esas mismas películas como mitología de nuestro tiempo.

Con toda razón, el viajero del tiempo medieval terminaría pensando, en su último estertor, como aquel escritor que dijo que la tierra probablemente se ha convertido en el infierno de otro planeta.