Las palabras venden jabones o ganan guerras.
Charles Wright Mills. La elite del poder.
En algún lugar Franz J.
Hinkelammert escribió que “el significado
histórico de un acontecimiento está en el hecho de que cada acontecimiento hoy
tiene antecedentes en el pasado. Estos antecedentes no son causas, pero son
condiciones sine qua non, sin las
cuales la posibilidad del acontecimiento hoy no es explicable”. De acuerdo
con este criterio, los griegos de la época clásica se nos presentan como un
caso notable de explicación y aún construcción del presente a partir de muy poca,
y no del todo fidedigna, información de su propio pasado. Lo que es más
sorprendente, esa información provenía de un solo autor que gozó de una
autoridad casi oracular. Hay un periodo en la historia griega conocido como
Micénico, por la ciudad de Agamenón desenterrada por Schliemann en el siglo
XIX, del que solo quedaba el desdibujado recuerdo en las dos grandes epopeyas
homéricas. Por eso Homero, como dice un historiador, “fue su símbolo de nacionalidad, la autoridad intachable de su historia
primitiva, y una figura decisiva en la creación de su Panteón”. Esto, que
parece un inconveniente por la falta de alternativas con fines verificativos,
en realidad facilitó el proceso de cohesión y de autorreconocimiento de los
habitantes de la hélade, que aun cuando divididos por muchas veces sangrientas
e irreconciliables diferencias, como Atenas y Esparta, en cambio se sentían
portadores de una misma tradición identitaria, homérica, frente a quienes quedaban fuera de este espectro de
irradiación cultural, los bárbaros.
Veintiocho siglos después de
Homero, la globalización de la información propiciada desde Internet ha
convertido el simple acto de informarse en un complejo y riesgoso proceso en el
que casi nunca logramos lo que buscamos, y casi siempre terminamos más
confundidos que antes, todo ello por la versatilidad y la diversidad de fuentes.
En un pasado no tan lejano, las personas bien que mal, tenían acceso a las
mismas noticias, a través de los mismos medios de comunicación convencionales,
los periódicos, la radio, la televisión. El hecho informativo era vertical y escapaba
al control del receptor final. Transmitía seguridad y confianza, elementos
esenciales para la estabilidad de una comunidad humana que al final determina o
compromete la funcionalidad misma de todo el sistema. Trasciende y se sublima
en confianza o desconfianza incluso más allá del sistema, al crear certidumbre
a partir de la sensación de compartir la misma información, aún cuando nos
pudiera asaltar la vaga sospecha de no tener control sobre la información que
recibimos que responde muchas veces a intereses editoriales que pueden estar
mediatizados por oscuras motivaciones.
La sobreabundancia de fuentes de
información disponibles en la Web
global no ha podido mejorar las cosas. Al contrario. Siempre que abrimos una
página nos invade la desconfianza. Lo primero que pensamos es que la Internet es esencialmente
una plataforma de opinión. Es bueno tener una tribuna para opinar, todos
tenemos algo que decir, y creemos que lo que tenemos que decir es lo más
importante que se puede decir, por eso Internet está hecha a la medida de la
necesidad de autopromoción que se agazapa en todo ser humano. Recientemente,
buscando información sobre geopolítica y planes de dominación global, entre
artículos realmente buenos de autores como Noam Chomsky, Jean Baudrillard,
Eduardo Galeano o Thierry Meysan, encontré muchísima hojarasca sobre teorías de
la conspiración que se movían en un amplísimo registro, desde misteriosas
revelaciones gnósticas sobre una oscura conspiración de lavado de cerebro
extraterrestre a través de las tres grandes religiones abrahamicas, hasta los
planes illuminati de dominio mundial. Confieso que mi racionalidad se tambaleó
y terminé preguntándome si no habría algo de verdad en todo eso, y realmente
los illuminati estarían metiendo la garra en las oficinas ejecutivas de las
grandes potencias. Si, por ejemplo, los miembros del Club Bilderberg no
estarían amarrados por finos hilitos de seda tirados por algún perverso
demiurgo illuminati.
La relación frente a la
información en estos tiempos de multiplataformas no convencionales, posgütenbergianas,
como nunca antes nos obliga a plantearnos una cuestión de actitud y de roles, a
tomar partido, a armarnos de criterio para elegir qué página Web abrir, que
articulo leer, ya que este hecho nos hará participes de la intencionalidad de
su contenido, formaremos parte o más bien completaremos, consumaremos, la
concepción o el plan maestro para el que fue creado. Quisiera pensar que en nuestra
época el hombre no se define por lo que come, sino por lo que lee, o más bien
por la actitud con la que enfrenta el acto de la lectura, lo que nos remite a
la afirmación de Gramsci de que el hombre
es el proceso de sus actos. Ocurre algo similar que con la apreciación del
arte, que es concebida como co-creación, lo cual significa que la obra no
termina con el último brochazo del pintor, sino que se realiza cada vez que es
contemplada y “racionalizada” por cada nuevo sujeto. O con un texto teatral que
se enriquece tras cada puesta, surgiendo un texto paralelo pero igualmente
válido y tan canónico como el primario, pues según Antón Arrufat, “la puesta en escena es también un texto”.
La lectura es parte del texto, por lo que la palabra escrita, en cualquiera de
sus formatos, no funciona como sinécdoque o tropo retórico, tomando la parte
como el todo, el medio como fin, como mero ejercicio de narcisismo intelectual,
ni para terminar ocupando espacio en algún servidor ignoto del primer mundo,
sino que el fin de cada palabra somos nosotros. Parafraseando a Montaigne, la palabra es mitad de quien la escribe y
mitad de quien la lee.
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