Primera Parte: La Racionalidad de la
Guerra
Por
irracional que parezca, la guerra tiene su propia lógica, su propia racionalidad: botín, esclavos, oro, opio, petróleo, territorios, mercados,
influencia. Solo una visión muy ingenua la concibe como un desbordamiento insensato
de la fuerza bruta. Un guerrerista como el tigre Clemenceau decía que la guerra
es algo muy serio para dejarlo en manos de los militares. Es ante todo un hecho
político y detrás de la política siempre se encuentran agazapados los intereses
económicos. Alejandro no hacia la guerra como un evento cultural, sino para
conseguir botín y esclavos, aunque esta realidad empañe la aureola del mito del
joven paladín de la cultura griega. Todas las alejandrias que fundo no eran más
que bases o emplazamientos militares
para asegurar el dominio macedonio.
Entre
los señores de la guerra y las clases dominantes se estableció un connubio
histórico de largo linaje. Se ha dicho que los sumerios eran un pueblo que
vivía para la guerra. Sin embargo, lo cierto es que era la racionalidad
económica esclavista quien imponía la guerra como el medio para la reproducción
del mismo sistema, ya que la reproducción natural de los esclavos nunca, y
menos en la antigüedad, pudo garantizar el reemplazo de la mano de obra esclava.
La guerra proveía los esclavos que edificaron Nínive y Babilonia, con sus
fastuosos palacios, los jardines colgantes, y los canales para la irrigación
agrícola desde el Tigres y el Eufrates. Lo mismo ocurría, con ligeras
variantes, en el resto de los centros de civilización de la antigüedad.
Parte
de la racionalidad de la guerra lo constituye el hecho de su validación, su
justificación. Incluso en la paz la maquinaria de la guerra no se detiene, pues
continúa en su dimensión ideológica. Decía Helvecio que la tontería es
facticia, y Godwin agregaba que la naturaleza nunca hace un zopenco, sino las
circunstancias, los convencionalismos, la educación. De la misma forma la
guerra es facticia, creada ad hoc por
grupos de intereses autoconcientes que como paso preliminar propenden al
embrutecimiento de sus conciudadanos, para que luego aquellos se conviertan en
instrumentos para el aniquilamiento de sus enemigos. Los enemigos se
construyen, primero, a través de los medios no convencionales, y luego se
destruyen por los medios convencionales de la guerra.
Uno
de los episodios más célebres de propaganda belicista es la del bilioso Catón el Censor quien terminaba todos sus
discursos en el senado romano o en cualquier otro lugar, hablase de lo que
hablase, rumiando el consabido “por lo
demás, considero que Cartago debe ser
destruida” (delenda est Cartago).
Tanto machacó, que a la postre se salió con la suya. Esgrimiendo un fútil
pretexto se inició la Tercera Guerra
Púnica, que concluyó con la total aniquilación de la otrora reina del comercio
mediterráneo, los solares pasados por la reja del arado y regados con sal para
hacerlos estériles. El pretexto que desató esta contienda fue cuidadosamente
elaborado. Se utilizó para ello las provocaciones de Numidia, un vecino reino hasta
poco antes insignificante pero bajo la clientela de Roma y gobernado por un rey
nonagenario y medio senil con ambiciones territoriales a expensas de la
desarmada Cartago, probablemente alentadas por la diplomacia romana. A la larga
los desafueros numidas fueron contestados por los cartagineses, puestos al limite
de su paciencia, con una expedición militar en abierto desafío a las
condiciones impuestas al concluir la Segunda Guerra Púnica. A los romanos no les quedó
más que abandonar otra vez los arados para acudir en defensa de la aliada
Numidia, por lo que claramente se aprecia que el patrón de las intervenciones humanitarias no es cosa
nueva sub sole, sino al contrario
forma parte del repertorio de casus belli
favoritos de todos los imperios en su fase expansionista. La intervención humanitaria es como el do de pecho de los pretextos para
desatar las guerras imperiales. En realidad, Catón a pesar de haber pasado a la
historia como un dechado de virtudes, no era más que una marioneta venenosa de
los intereses de su clase, los grandes terratenientes esclavistas cuyas
posesiones se habían engrosado considerablemente con los despojos obtenidos en
las dos primeras guerras púnicas. Cartago no solo amenazaba la hegemonía romana
en el Mediterráneo, sino que conservaba restos de su pasado prestigio como
metrópoli colonial, por lo que aún poseía una nada despreciable influencia en
el mapa geopolítico de mediados del siglo II a.n.e. La misma ciudad deslumbraba
por su riqueza, lujo y fastuosidad, mientras que a su lado Roma no parecía más
que un villorrio miserable de toscos campesinos. Por último, la destrucción de
Cartago proveería fuertes contingentes de esclavos, los cuales eran cada vez
más demandados por los grandes latifundios que rápidamente evolucionaban hacia
nuevas formas de explotación extensiva, desmarcándose cada vez más de la
economía patriarcal de los primeros siglos de la austera república romana,
cuando un Cincinato no desdeñaba empuñar él mismo la mancera del arado. En
realidad, la suerte de Cartago estaba echada, hiciera lo que hiciera; la guerra
al estado satélite de Numidia facilitó las cosas, pero si no era este, hubieran
encontrado cualquier otro pretexto “humanitario” para hacer posible el deseo de
Catón y de su clase de destruir por completo un antiguo centro de civilización,
pero por encima de todo, un peligroso competidor.
Profe, absolutamente de acuerdo, hay un sentimiento raro que arrebata a algunos perros y a la mayoría de los humanos, (conocemos el origen de eso, estoy sonriendo satisfecho en este momento) digamos ... ¿podría ser... causante de una guerra, sencillamente un sentimiento intrínseco / intimo de reconocimiento propio, de aburrimiento de poder?. Tedio? O hacemos caso a la naturaleza aplastante que nos dice NUNCA ES SUFICIENTE. ¿Estamos condenados entonces a un ir y venir de guerras para toda la vida?
ResponderEliminarGracias por el comentario hermano. Evidentemente no podemos suscribir la tesis de Churchil de que la guerra es el estado natural del hombre. Es una falacia de los grupos de intereses detrás del poder cuya vitalidad y dinámica depende de la desarticulación de la iniciativa individual de quienes apuestan por un mundo mejor. Gracias una vez más.
EliminarEntonces profe, si las necesidades del ser humano son siempre crecientes(en busca de perfección o cualquier otra cosa) seria esa la falacia en si misma??? Espejismo egolatra? , donde la búsqueda de "un mundo mejor" podría bien ser "invasión" a otro mundo y como resultado una confrontación, tema con mucha tela y no falto de tijeras, hemos creado dos grandes guerras en solo 103 años, y mas de 100 pequeñas guerras en nuestros escasos años de vida. Es decir, sastres parece sobran en nuestro telar.
ResponderEliminarLa contradicción en si misma pudiera estar dada en el principio de "hacer la guerra para obtener la paz" sustentada en que la guerra es la continuación de la política por otros medios. La primera guerra mundial, o la Gran Guerra como la llamaban, era vista en los años de posguerra, los alegres años 20, como "la guerra que pondría fin a todas las guerras". Ese optimismo irracional dictó, a la sombra de la culpa por el tratado de Versalles, la política de "apaciguamiento" de Chamberlain y Daladier que permitió, ante una Europa impasible, el rearme de alemania y las primeras conquistas de Hitler: Checoslovaquia y Austria. El saldo de las guerras del Siglo XX supera a la suma de las victimas en toda la historia huamana, en número y en crueldad. Tiene usted toda la razón en su comentario hermano. Borges decía que la historia no es más que la historia de unas cuantas metáforas, o de la diversa entonación de unas cuantas metáforas. Pero la guerra no es una metáfora, es una desgracia tras la que se esconde siempre un selecto cenáculo de políticos, industriales, banqueros, etc, que no van a la guerra pero que en cambio tienen los medios para convencer a otros para que si vayan a matarse en su nombre. Un saludo hermano y agradezco el comentario.
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