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viernes, 13 de julio de 2018

Gallos de pelea en Cuba: la identidad deslegitimada






Publicado originalmente en este blog el viernes 29 de septiembre de 2017.

I
En 1938, Eduardo Abela pintó el famoso óleo “Guajiros” donde se aprecia una escena rústica de un grupo de habitantes de nuestros campos en el que no faltan los elementos en torno a los cuales giraba su vida, según la imagen idealizada y canónica prevaleciente desde principios del siglo XIX: el caballo, la mujer y los gallos. Así lo había escrito Cirilo Villaverde en su “Excursión a vueltabajo” (Consejo Nacional de Cultura, Ministerio de Educación. 1961. p.41): “Después de la moza, el caballo y el machete, no hay objeto, no hay diversión que llame tanto la atención del guajiro, como sus gallos y sus perros”.

No es casual que Abela resalte los elementos que pueden poner de relieve lo autóctono y nacional en la identificación simbólica de un grupo social tan definitorio de la cubanidad como el guajiro. Decía Álvaro de la Iglesia en sus Tradiciones Cubanas (Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1983. p.238) “que a los campos habrá de ir a refugiarse la poesía de nuestro pueblo”. La vanguardia pictórica cubana a la que, además de Abela, también pertenecían Víctor Manuel y Carlos Enríquez entre otros, ponían todo su empeño, como decía Marinello, en cobijar “esencias criollas” captando lo propio, “no como formulas para hacer arte a la moda”. El pintor Marcelo Pogolotti, integrante de este grupo, expresa: “Veníamos de diversas procedencias con el propósito doble de renovar la pintura y de interpretar, incluso descubrir, nuestro país, en lo que coincidíamos sin saberlo con la resurrección del sentimiento nacional. La ausencia no había enfriado el amor a nuestra tierra. La queríamos y anhelábamos expresar su alma con la máxima elocuencia de los medios pictóricos” (Jorge Ibarra. Un análisis psicosocial del cubano: 1898-1925. Ed. Ciencias Sociales. La Habana, 1994. p.168). Es así como de los pinceles de estos artistas surge nuestra campiña poblada con sus tipos característicos, desde la imagen ideal de Abela como manifestación de una voluntad orientada al “rescate y la afirmación de lo nacional a través de sus elementos representativos”, hasta la crudeza de Carlos Enríquez con sus personajes famélicos salidos de la reconcentración weyleriana.

Sin dudas, un motivo muy recurrido por la vanguardia pictórica en su empeño por reflejar los elementos identitarios en esa “década crítica” del despertar de la conciencia nacional, es la imagen de los gallos de pelea. Al asumir y recrear el autorreconocimiento como parte de una nación, se recurre a la utilización de símbolos canónicos de los elementos que conforman lo típicamente cubano, y la vanguardia artística no dudó en incluir a los gallos de pelea o de lidia en sus cuadros.

II
Si en el siglo XVII “presenta sus perfiles iniciales el criollo, un nuevo tipo social deferente a sus progenitores españoles, africanos e indios” (Historia de Cuba. Eduardo Torres-Cuevas y Oscar Loyola Vega. P.83), ya para  “mediados del siglo XVIII la sociedad criolla había logrado consolidarse” (id. P.97). En esta etapa se escriben obras cuyo objetivo era crear la memoria histórica de los orígenes y evolución de la Isla. Se había desarrollado un sentimiento de pertenencia a la tierra sentida como patria, como lo expresa José Martín Felix de Arrate en estos versos: “Aquí suelto mi pluma ¡ó patria amada, /Noble Habana, ciudad esclarecida!”(id.p.98).

También para esta época queda bien delineada la imagen típica del campesino cubano que sería revelada por la literatura costumbrista del siglo XIX. “Los campesinos viven en el clásico bohío de palma, guano y piso de tierra, visten calzones largos y camisas de lienzo ordinario, los zapatos son altos de piel mal curtida, se protegen del sol con sombreros de paja y usan machete al cinto, con lo que ya aparece bastante definido el arquetipo del campesino cubano”(id.p.117).  En la obra que hemos venido citando, los historiadores Eduardo Torres-Cuevas y Oscar Loyola Vega, al hablar “De la vida cotidiana y otros temas” olvidan, quizás por los prejuicios tradicionales, un elemento importante en la vida diaria ya desde entonces y que se mantuvo durante todo el siglo XIX y principios del XX: las peleas de gallos. Tanto es así, que Francis Robert Jameson en sus “Cartas habaneras” pudo escribir en 1820 “que las vallas de gallos han resultado lo bastante valiosas para convertirse en monopolios reales”[1].

Tan extendida estaba este tipo de actividad lúdica que un viajero de visita en La Habana por 1833 atestigua que hasta los representantes del clero lo practicaban: “De la misa van a la valla de gallos y de la valla de gallos a la misa, y a veces llegan tarde a la misa por haberse quedado hasta el final de una pelea. Se les puede ver en Guanabacoa, con sus hábitos eclesiásticos, siguiendo con interés una pelea entre un gallo favorito y el de un negro esclavo, que ha apostado su dinero contra el indigno sacerdote”[2].

Los extranjeros que visitaban Cuba quedaban asombrados por el ambiente cultural prevaleciente en las vallas de gallos, “donde las relaciones interraciales e interclasistas se volvieran informales, y convirtieran al espacio y sus asistentes en transgresores o posibles transgresores de las directivas de la autoridad” (Pablo Riaño San Marful. ob.cit.p.38). Este escenario que propende a la desmitificación espacial de las jerarquías sociales no podía ser del agrado del despotismo colonial ostentado por los capitanes generales con facultades omnimodas lo cual se refleja en las disposiciones restrictivas de Leopoldo O`Donell en 1844. El absolutismo estaba reñido con el menor atisbo de manifestación democrática, ni aún en el ambiente informal de una valla de gallos.

José Antonio Saco dice, refiriéndose a las peleas de gallos, que “estas, por un fenómeno social, forman entre nosotros una democracia perfecta, en que el hombre y la mujer, el niño y el anciano, el grande y el pequeño, el pobre y el rico, el blanco y el negro, todos se hallan confundidos en el estrecho recinto de la valla” (Riaño.ob.cit.p.35). Esteban Pichardo también señala el carácter abierto y participativo que se establece en una valla de gallos al calor del entusiasmo y la actividad febril “que aturden al que contempla esa reunión más democrática que ninguna otra; el caballero apuesta con el mugriento, el mozalbete trata con el anciano orgullosamente; el condecorado acepta la proposición del Guajiro; el Negro manotea al noble; todos hablan o gritan a un tiempo”.[3]

Pablo Riaño San Marful destaca este elemento de interrelación social y desarticulación del orden colonial, de la elaboración de un espacio subjetivo común tácitamente aceptado por todos, nacido espontáneamente en el proceso de creación e interpretación de la nación. “En las fuentes consultadas – dice –, la valla aparece como sitio destacado para producir y reproducir la sociabilidad, entendida en su faceta de proceso de relaciones. En dicho espacio se destaca la mezcla, confraternización y pérdida gradual de las diferencias sociales” (Riaño. ob. cit. p.19). Agrega que “la valla funciona en muchos casos, como un espacio abierto a todos los sujetos sociales”(id.p.19).

Este elemento de inclusión es doblemente significativo en un ambiente signado por la sistemática y rigurosa marginación de las diferencias. El tratamiento a la diversidad en una sociedad esclavista no podía tener otra base que la discriminación y privación de derechos y oportunidades a amplios sectores, como reflejo de una pétrea estratificación socio-clasista.

La valla ofrece un espacio donde se realiza la quimera de poner a todos los hombres al mismo nivel, en igualdad de condiciones y oportunidades, ya que la suerte, elemento importante en una actividad como las peleas de gallos, no hacía diferencias entre el pobre o el rico, el noble o el esclavo. En este lugar el esclavo podía vencer al amo, o el guajiro al oficial de la colonia. “Los sujetos sociales excluidos de otros espacios encontraban en la valla de gallos, la posibilidad de una realización económica y prestigio social, que no se producía fuera de ella” (Riaño. ob. cit. p.26).

Algo muy distinto ocurría en la otra diversión que ocupaba la predilección de los cubanos durante la colonia: las corridas de toros. “La plaza de toros (…) establece la jerarquización de su espacio, antes y durante la corrida. Lugar de encuentro, pero no de mezcla de identidades grupales o clasistas, en las lidias taurinas los asientos eran alquilados, las funciones podían ser de igual modo reservadas para actos de homenaje a entidades políticas, cuerpos militares españoles, o personalidades y asociaciones elitistas. Así, la plaza, como espacio público, reproduce las jerarquías existentes en la sociedad. En ella, los nobles se sentaban separados de otros sectores o, por lo menos, en estrados o palcos que señalaban su alta posición política y solvencia económica” (Riaño. p.181). Hippolite Pyron, un francés que en 1876 publicó un libro de viajes sobre Cuba, observó que “si bien los habitantes de Cuba son aficionados a las peleas de gallos, no lo son a las de toros. Una compañía de toreros bastante hábiles vino aquí durante mi estancia y provocó más horror que interés. Su éxito resultó mediocre”.[4]

Mientras las corridas de toros asumen en Cuba una perspectiva española y españolizante, las peleas de gallos devienen elemento distintivo de la identidad nacional. En particular, constituyen atributos del grupo social más representativo, en la elaboración simbólica de la cubanía en el siglo XIX y principios del XX, de los valores más genuinos de la cultura nacional: el sencillo habitante de nuestros campos, cuya imagen siempre irá acompañada de los gallos.

Esteban Pichardo, en su Diccionario Provincial publicado en 1836, lo describe de la siguiente forma: “Aquí Guajiro es sinónimo de Campesino, esto es, la persona dedicada al campo con absoluta residencia en el, y que como tal usa el vestido, las maneras y demás particularidades de los de su clase. Hasta en las poblaciones se distingue desde lejos el Guajiro; camisa y calzones de pretina, o vedija (como dicen), blancos o de listado de hilo, sin nada de tirantes, chaleco, casaca ni medias; zapatos de vaqueta o venado, sombrero de Guano Yarey de tejido fino y ligero; algunas veces por corbata un pañuelo casi a estilo mujeril, poco plegado o flojo, todo como lo demanda el clima (…) sobrio, se contenta con poca comida, frutas o lo que haya, mucho o poco, con tal que no falte el tabaco, una taza de café mal hecho y alguna Pelea de gallos el domingo” (Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1985. p.296).

La literatura cubana a lo largo del siglo XIX reproduce el arquetipo anterior, procreando una caracterización que asume el juego de gallos como característica del cubano, al usarlo como legitimación por oposición. Cirilo Villaverde, por ejemplo, al hablar del guajiro en 1890, cuenta que para el habitante de los campos cubanos “no hay mas amigo que un peso, ni mas diversión que un gallo, ni mejor compañero que un perro, ni mejor defensa que un machete, ni mayor comodidad que la de un caballo” (cit. por. Riaño. ob cit. p.45).

Las vallas de gallos estaban extendidas por toda la geografía nacional, lo mismo en las ciudades que en los campos lo que permitió su asimilación como parte de la identidad nacional. Abiel Abbot que en 1828 visita la porción occidental de Cuba, señala que “en cada población hay un espacioso edificio destinado a este deporte de riña de gallos” (Riaño. p.43). Por su parte, Nicolás Tanco Armero, en su Viaje de Nueva Granada a China… en 1853 testimonia la gran popularidad de que gozaban las peleas de gallos por todo el país al decir: “las peleas de gallos es otra de las diversiones favoritas del pueblo cubano; no hay casi pueblo por pequeño que sea, donde no haya una famosa valla frecuentada por lo mejor de la sociedad” (La Fidelísima Habana. p.300).

La afición a las peleas de gallo se mantuvo a lo largo de los diferentes procesos por los que atravesó el país en el siglo XIX, como las guerras de independencia. Existen testimonios, principalmente a través de los diarios de campaña escritos por protagonistas directos de las mismas, sobre la extraordinaria afición de los mambises por esta actividad. Quizás el hecho más significativo es el relacionado con  el Grito de Baire el 24 de febrero de 1895, el cual se produjo en la antigua valla de gallos San Bartolo, donde se pronunció el capitán Saturnino Lora, el teniente coronel Salcedo y otros patriotas al frente de los cuales se puso el coronel Jesús Rabí. El episodio ha sido descrito de la siguiente manera: “En el poblado de Baire,…el 24 de febrero de 1895…un criollo tuvo la ingeniosa iniciativa de aprovechar que ese día había peleas de gallos en la valla San Bartolo…y ante la mirada de todos arrancó la cabeza de su gallo justo antes de que comenzara la pelea. El público…asombrado escuchó su apelación: ¡Basta de que peleen los gallos, carajo, es hora de que peleen los hombres, vamos todos a respaldar el grito de independencia!” (Pérez Laguna, Silvestre. El arte de la pelea. Cit. por. Riaño. Ob cit.p.39). Manuel Piedra, que combatió junto a Maceo en la guerra del 95, escribió en sus memorias: “El grito dado por Saturnino Lora en una pelea de gallos el 24 de febrero en Baire, había sido el de independencia”.[5]

Sin embargo, las peleas continuaron, pues los patriotas se llevaron los gallos a la manigua, o se valían de todos los recursos posibles para conseguirlos. La presencia de los gallos como parte de la vida cotidiana en el campo mambí es decisiva para introducir la relación que la valla guarda con la paulatina formación de la identidad nacional, y la inclusión de las peleas de gallos como juego distintivo de la cubanidad. Es conocida la inclinación que por las peleas de gallos sentían destacados patriotas y jefes militares prominentes como Vicente García y José Maceo, los hermanos Lora y Jesús Rabí. Fermín Valdez Domínguez dejó, en su Diario del Soldado, la siguiente semblanza: “…en la columna invasora todos jugaban, y aquí hay quien juegue dados, barajas y todos los juegos ilícitos como dicen los pacíficos.

“…En nuestra marcha desde Ságua han venido nuestros soldados pidiendo, robando o comprando gallos finos, y es cosa que da pena y risa ver las vallas en los campamentos, y entre los jugadores es el más entusiasta el General José (Maceo). Me detuve con él en una casa para descansar, mientras la fuerza sacaba víveres (boniatos) y como pasara por nuestro lado un jinete con un gallo, que dijo haber comprado en un peso, le dijo el General: – “No lo topes, para pelearlo al llegar al campamento (…) y esta debilidad del General trae como natural secuela, que se vea en las marchas el ridículo cuadro  de los soldados que cargan al lado de sus rifles el consabido gallito[6].

Gracias a su carácter de espacio público privilegiado para la socialización y el intercambio, las vallas constituyeron un importante lugar para fomentar los ideales patrióticos de independencia nacional. Dado el hecho de que muchos de los veteranos de la “guerra grande” (1868-1878) permanecieron en Cuba y no pocos se radicaron en sitios rurales, la valla les proporcionó el ambiente ideal para transmitir oralmente el rico tesoro de experiencias y anécdotas relacionadas con la leyenda heroica de la guerra y de sus principales protagonistas, las cuales eran recibidas con fervor por las nuevas generaciones. El historiador Francisco Pérez Guzmán, aunque omite la valla de gallos como uno de los más importantes escenarios de socialización durante el siglo XIX, ofrece elementos sobre la significación de estos espacios en la creación de una conciencia patriótica colectiva que tuvo mucho que ver con la incorporación masiva de los cubanos, principalmente de la juventud que no había participado en la contienda anterior, a la guerra del 95. “De gran importancia – dice Guzmán –, en la gestación patriótica fueron los centenares de insurrectos que permanecieron en Cuba, así como jefes militares que se habían convertido en leyendas. Todos ellos desempeñaron una relevante labor en la cimentación del ideal emancipador de las nuevas generaciones, pues en los espacios públicos como los liceos y sociedades fraternales, cafés y barberías, así como en los privados, relataban episodios de la guerra, conspiraban y alentaban la nueva contienda y para aquellos jóvenes que residían en intrincadas zonas rurales donde el analfabetismo imperaba, el contacto con los veteranos de las contiendas armadas de los Diez Años y Chiquita, devino factor contribuyente para la decisión de vestirse de mambí”.[7]


III
Más allá de las polémicas sobre los efectos enajenantes que se pueden generar de la adicción a una actividad lúdica devenida juego de apuestas, se encuentra el valor social inherente en determinado momento histórico, su capacidad de modelar patrones o arquetipos de identidad que en momentos de crisis social pueden servir para cohesionar al grupo en torno a ideales y aspiraciones comunes. El siglo XIX representó un momento crítico en nuestra historia; fue la época en que se forja la nacionalidad cubana, en el transcurso de convulsas confrontaciones intelectuales, políticas y militares; donde los cubanos rompen definitivamente con el indigno vasallaje colonial, lo cuál implicaba también sentirse portadores de un contenido cultural que si bien tenía elementos comunes con los españoles, también poseía elementos propios y diferenciadores. Y en este proceso de agudos enfrentamientos donde se forjó la nacionalidad cubana, las personas encontraron en las peleas de gallos un elemento que los identificaba como parte de una cultura y una nación. En las primeras décadas del siglo XX, superada la anomia de los primeros años donde se vieron frustrados los ideales de independencia que había conducido a tres movimientos armados, las corrientes de reafirmación cultural como la vanguardia pictórica, se remitieron a este aspecto encontrando elementos validos y eficaces para la construcción de una representación simbólica de la realidad cubana mediante la cual se expresaran las aspiraciones de independencia y soberanía nacional.

Bibliografía

1.     Pablo Riaño San Marful. Gallos y Toros en Cuba. Fundación Fernando Ortiz, La Habana, 2002.
2.     Eduardo Torres-Cuevas y Oscar Loyola Vega. Historia de Cuba. Editorial Pueblo y Educación, 2001.
3.     Jorge Ibarra Cuesta. Un Análisis Psicosocial del Cubano: 1898-1925. Editorial Ciencias Sociales. La Habana, 1994.
4.     Gustavo Eguren. La Fidelísima Habana. Editorial Letras Cubanas. La Habana, 1986.
5.     Cirilo Villaverde. Excursión a Vueltabajo. Consejo Nacional de Cultura, Ministerio de Educación. 1961.
6.     Fermín Valdés Domínguez. Diario de Soldado. Impresora Andrés Voisin, La Habana, 1972.
7.     Manuel Piedra Martel. Mis Primeros 30 años. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2001.
8.     Esteban Pichardo. Diccionario provincial casi razonado de vozes y frases cubanas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1985.
9.     Hippolyte Piron. La Isla de Cuba. Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 1995.
10.                       Francisco Pérez Guzmán. Radiografía del Ejercito Libertador. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2005.


[1] La Fidelísima Habana. Gustavo Eguren. Editorial Letras cubanas. Ciudad de La Habana. 1986. p.217
[2] J.E.Alexander. Trasatlantic sketches…En: La Fidelisima Habana. P.230
[3] Esteban Pichardo. Diccionario Provincial. P.604.
[4] Hippolite Pyron. La Isla de Cuba. P.67.
[5] Manuel Piedra Martel. Mis Primeros 30 Años. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2001. p.133.
[6] Fermín Valdés Domínguez. Diario de Soldado. Impresora Andrés Voisin, La Habana, 1972. pp.140-141.
[7] Francisco Pérez Guzmán. Radiografía del Ejercito Libertador. P.126.

miércoles, 11 de julio de 2018

Algo sobre el mundial de fútbol





Según Gilbert Keith Chesterton sólo los malos jugadores aman el juego por si mismo. Argumentaba su falacia diciendo: “El buen pintor ama su pericia. Es el mal pintor el que ama su arte. El buen músico ama ser músico; el mal músico ama la música…Si usted pudiera jugar con una seguridad infalible, sin posibilidad de fallo, no jugaría en absoluto. En cuanto el juego es perfecto, el juego desaparece”. Como para escarmentarlo, en una ocasión los diablillos del juego de croquet le depararon el juego perfecto desafiando toda probabilidad racional, lo que hizo que echara a correr a meterse en la cama como alma que lleva el diablo. “El espectro de mi abuelo me hubiese dejado menos estupefacto”, escribió más tarde.

Desde un tiempo para acá, quizás desde el mundial de Italia 90, los cubanos hemos desarrollado una autentica y masiva pasión por el fútbol. Amamos el concepto en si mismo, la idea en estado puro, la abstracción, porque como todo el mundo sabe en la cancha somos malísimos. Un cubano es tan expresivo en el terreno de fútbol como la ropa interior de la reina de Inglaterra. Pero eso no nos detiene. Esperamos el mundial con la expectación anhelante de los verdaderos amantes, cuánto más torpes más fieles. Amamos este deporte con la pasión sin esperanzas, casi sacerdotal, de los amantes castos y platónicos. Por un mes entero nos enamoramos para estar contentos.

Cuando empiezan a perder los equipos de nuestra preferencia, nos inventamos excusas complacientes. Alemania, por ejemplo, para sus parciales no tiene que ganar: basta con que demuestre combatividad y entrega hasta el final, transmitiendo enseñanzas de manual de autoayuda. Con didactismo de muñe soviético, convertimos las derrotas en casi victorias. Y así nos involucramos alegremente en este nada inocente despliegue magistral de mercadotecnia capaz de venderle zapatos a un pez o un mundial de fútbol a un cubano.