Según Gilbert Keith Chesterton sólo
los malos jugadores aman el juego por si mismo. Argumentaba su falacia
diciendo: “El buen pintor ama su pericia. Es el mal pintor el que ama su arte.
El buen músico ama ser músico; el mal músico ama la música…Si usted pudiera
jugar con una seguridad infalible, sin posibilidad de fallo, no jugaría en
absoluto. En cuanto el juego es perfecto, el juego desaparece”. Como para
escarmentarlo, en una ocasión los diablillos del juego de croquet le depararon
el juego perfecto desafiando toda probabilidad racional, lo que hizo que echara
a correr a meterse en la cama como alma que lleva el diablo. “El espectro de mi
abuelo me hubiese dejado menos estupefacto”, escribió más tarde.
Desde un tiempo para acá, quizás
desde el mundial de Italia 90, los cubanos hemos desarrollado una autentica y
masiva pasión por el fútbol. Amamos el concepto en si mismo, la idea en estado
puro, la abstracción, porque como todo el mundo sabe en la cancha somos
malísimos. Un cubano es tan expresivo en el terreno de fútbol como la ropa
interior de la reina de Inglaterra. Pero eso no nos detiene. Esperamos el
mundial con la expectación anhelante de los verdaderos amantes, cuánto más
torpes más fieles. Amamos este deporte con la pasión sin esperanzas, casi sacerdotal,
de los amantes castos y platónicos. Por un mes entero nos enamoramos para estar
contentos.
Cuando empiezan a perder los
equipos de nuestra preferencia, nos inventamos excusas complacientes. Alemania,
por ejemplo, para sus parciales no tiene que ganar: basta con que demuestre
combatividad y entrega hasta el final, transmitiendo enseñanzas de manual de
autoayuda. Con didactismo de muñe soviético, convertimos las derrotas en casi
victorias. Y así nos involucramos alegremente en este nada inocente despliegue
magistral de mercadotecnia capaz de venderle zapatos a un pez o un mundial de fútbol
a un cubano.
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