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lunes, 27 de agosto de 2018

El presente distópico





En la red underground de distribución de audiovisuales que en Cuba funciona como una TV informal, horizontal, no convencional, conocida como El Paquete, recientemente encontré, con enorme satisfacción, una copia de Blade Runner. La disfruté por enésima vez, y la historia de ese futuro distópico en que terminamos cagando nuestro mundo encarnado brillantemente en las historias de Harrison Ford, Rutger Hauer y la bellisima y sutilmente trágica Sean Young me pareció perfectamente plausible. Porque quizás ya lo hemos hecho, ya nos lo hemos cargado, lo que no lo sabemos. No en balde, la historia transcurre en un 2019 que hoy está más cercano a nosotros que aquel remoto 1982 en que se produjo la magistral película.

Uno de los grandes motivos de la ciencia ficción es el de la máquina del tiempo, que le permite al autor especular sobre los efectos del desarrollo científico técnico adentrándose en consideraciones filosóficas sobre el destino de la humanidad que muchas veces terminan en un acabado manifiesto existencial. Casi siempre estas historias transcurren en la dirección de la flecha del tiempo, hacia el futuro, pero no sería menos interesante imaginar nuestro presente a la inversa, con los ojos del pasado, por ejemplo elucubrando lo que le pasaría a un hombre de la Edad Media si en virtud de tal artilugio pudiera trasladarse a nuestra época. Para un habitante del medioevo, señor o villano, este, aquí y ahora, es un mundo distópico. Probablemente moriría a los pocos minutos, como nos pasaría a nosotros si respiráramos la atmósfera de Saturno. Si no lo mata la contaminación y las toxinas químicas en el aire, el agua y el suelo, moriría a causa de algún virus que a nosotros nos resulta casi inocuo, como el de la influenza estacionaria, o los conservantes de los alimentos enlatados, el ruido o la radiación.

Muchas de las realidades que a nosotros nos resultan corrientes, a él le parecerían más que extrañas, aberrantes, insoportables. Nuestros sentidos, la sensibilidad de nuestra época, se encuentra groseramente embotada. El paso normal del tiempo nos aburre, y solo nos sentimos saciados por el vértigo abrumador. Para no desbarrar más de lo necesario, me limitaré a citar un fragmento del libro Los bárbaros, de Alessandro Baricco en que el escritor italiano teoriza sobre el cine como parte de la arquitectura de nuestros tiempos:

Toma a un lector del siglo XIX y haz que vea, pongamos, Full Metal Jacket (no digo Matrix, digo Full Metal Jacket): antes de desmayarse, seguramente será capaz de percibir, con cierto disgusto, la espectacularidad indecorosa de ese lenguaje expresivo: la velocidad, el montaje, los primeros planos, la música, los efectos especiales…: no hay duda de que eso le parecerá horrorosamente fácil, dopado, servil. Según sus parámetros, lo es. Según los nuestros, no. Porque nosotros al cine le reconocemos con prejuicio, y se lo perdonamos, una determinada esencia espectacular, necesaria para su existir. En las películas hollywoodienses todavía nos entretenemos midiendo su rasgo espectacular, y valorando en qué medida su presencia perjudica el sentido, la inteligencia, la profundidad. Pero, incluso ahí, se trata de un razonamiento un tanto académico, que desentona con nuestra instintiva adopción de esas mismas películas como mitología de nuestro tiempo.

Con toda razón, el viajero del tiempo medieval terminaría pensando, en su último estertor, como aquel escritor que dijo que la tierra probablemente se ha convertido en el infierno de otro planeta.

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