En la red underground de
distribución de audiovisuales que en Cuba funciona como una TV informal,
horizontal, no convencional, conocida como El
Paquete, recientemente encontré, con
enorme satisfacción, una copia de Blade
Runner. La disfruté por enésima vez, y la historia de ese futuro distópico
en que terminamos cagando nuestro mundo encarnado brillantemente en las
historias de Harrison Ford, Rutger Hauer y la bellisima y sutilmente trágica Sean
Young me pareció perfectamente plausible. Porque quizás ya lo hemos hecho, ya
nos lo hemos cargado, lo que no lo sabemos. No en balde, la historia transcurre
en un 2019 que hoy está más cercano a nosotros que aquel remoto 1982 en que se
produjo la magistral película.
Uno de los grandes motivos de la
ciencia ficción es el de la máquina del tiempo, que le permite al autor
especular sobre los efectos del desarrollo científico técnico adentrándose en consideraciones
filosóficas sobre el destino de la humanidad que muchas veces terminan en un
acabado manifiesto existencial. Casi siempre estas historias transcurren en la
dirección de la flecha del tiempo, hacia el futuro, pero no sería menos
interesante imaginar nuestro presente a la inversa, con los ojos del pasado,
por ejemplo elucubrando lo que le pasaría a un hombre de la Edad Media si en
virtud de tal artilugio pudiera trasladarse a nuestra época. Para un habitante
del medioevo, señor o villano, este, aquí y ahora, es un mundo distópico. Probablemente
moriría a los pocos minutos, como nos pasaría a nosotros si respiráramos la atmósfera
de Saturno. Si no lo mata la contaminación y las toxinas químicas en el aire,
el agua y el suelo, moriría a causa de algún virus que a nosotros nos resulta
casi inocuo, como el de la influenza estacionaria, o los conservantes de los
alimentos enlatados, el ruido o la radiación.
Muchas de las realidades que a
nosotros nos resultan corrientes, a él le parecerían más que extrañas,
aberrantes, insoportables. Nuestros sentidos, la sensibilidad de nuestra época,
se encuentra groseramente embotada. El paso normal del tiempo nos aburre, y
solo nos sentimos saciados por el vértigo abrumador. Para no desbarrar más de
lo necesario, me limitaré a citar un fragmento del libro Los bárbaros, de Alessandro Baricco en que el escritor italiano
teoriza sobre el cine como parte de la arquitectura de nuestros tiempos:
Toma a un lector del siglo XIX y haz que vea, pongamos, Full Metal Jacket (no digo Matrix, digo Full Metal Jacket): antes
de desmayarse, seguramente será capaz de percibir, con cierto disgusto, la
espectacularidad indecorosa de ese lenguaje expresivo: la velocidad, el
montaje, los primeros planos, la música, los efectos especiales…: no hay duda
de que eso le parecerá horrorosamente fácil, dopado, servil. Según sus
parámetros, lo es. Según los nuestros, no. Porque nosotros al cine le
reconocemos con prejuicio, y se lo perdonamos, una determinada esencia
espectacular, necesaria para su existir. En las películas hollywoodienses
todavía nos entretenemos midiendo su rasgo espectacular, y valorando en qué
medida su presencia perjudica el sentido, la inteligencia, la profundidad.
Pero, incluso ahí, se trata de un razonamiento un tanto académico, que
desentona con nuestra instintiva adopción de esas mismas películas como
mitología de nuestro tiempo.
Con toda razón, el viajero del
tiempo medieval terminaría pensando, en su último estertor, como aquel escritor
que dijo que la tierra probablemente se ha convertido en el infierno de otro planeta.
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