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viernes, 3 de noviembre de 2017

Procrear y multiplicarse: los determinantes ocultos del crecimiento demográfico




I
Según el relato bíblico, en el versículo 28 del primer capitulo del Génesis, Yahvé, después de crear al hombre y a la mujer, les ordena procrear y multiplicarse, y poblar la tierra con su descendencia. Para que fuera más fácil, hizo el sexo placentero. También creó lazos afectivos, el amor, y a nivel social, también jurídico y religioso, canónico, e incluso sacramental, inspiró el matrimonio, protocélula de la familia, como el mejor escenario para criar a los hijos, reproducir y transmitir valores, tradiciones, hábitos y costumbres. Esto siempre funcionó a las mil maravillas. Amor, matrimonio, sexo, hijos, no siempre en ese orden ni con todas las variables presentes, pero parece una fórmula infalible para reproducirse por transitividad.  

Con el triunfo del cristianismo, el matrimonio se convierte en sacramento, y el sexo en tabú: solo es aceptado como una forma repugnante pero inevitable, de cumplir el precepto de Genesis 1:28 que prescribe la procreación y multiplicación de la especie. Lo demás es concupiscencia y apetito de la carne, que como se sabe (esta última), junto con el diablo y el mundo, son los tres grandes enemigos del alma. Como también se sabe, el Medioevo fue la edad de la fe. También fue la época en que renacen las ciudades, el comercio, las artes, las técnicas agrícolas y de navegación, todo ello alentado por la necesidad de dar satisfacción material y espiritual a una población en constante crecimiento, a pesar de las guerras y las epidemias: en el siglo XIV, solo la peste negra diezmó tres cuartas partes de la población de Europa. Pero la recuperación fue rápida, al extremo de permitir las grandes guerras del siglo XV (la de los cien años, de las dos rosas, la culminación de la reconquista en España, las conquistas otomanas, la guerra casi de liberación de los polacos contra la Orden Teutónica), así como los viajes de exploración y la conquista y colonización del Nuevo Mundo. Para fines del siglo XVI Europa estaba superpoblada, “enmendados los daños creados por la peste negra, y una vez más hubo demasiada gente en Europa, demasiadas bocas que alimentar”(J. H. Elliott, La Europa dividida 1559-1598). Pertinazmente, las mujeres seguían pariendo en abundancia, a pesar, o a causa, de que la mortalidad infantil era alta, la expectativa de vida corta y la producción de alimentos insuficiente. Pero por encima de todo se imponía el hecho de que al estar integrado en el discurso religioso en una época de grandes vivencias espirituales y de un alto ascendiente de la iglesia, tener hijos era más que un deber, una obligación para con el Señor. Recíprocamente, una prole abundante era la manifestación más palpable de la bendición de Dios a una familia.

II
En 1998 la revista cubana Temas publicó el artículo "Una sociedad que envejece: retos y perspectivas[1]". Fue mi primer acercamiento al fenómeno del envejecimiento poblacional en Cuba. Después se registraron numerosas réplicas en toda la prensa cubana, trabajos menores que se limitaban a constatar un fenómeno que comenzó a ser integrado en los discursos desde diferentes tribunas, en especial las políticas y laborales. En un principio, cuando a nivel institucional se empezó a cobrar conciencia del fenómeno y de lo que entrañaría para el estado en un futuro no muy lejano en cuanto a tener que hacer frente a una población cada vez más envejecida sin la garantía del reemplazo generacional, sobre todo en los ámbitos laborales, de salud y de seguridad social, se produjo algo parecido al despertar de Roma con Aníbal ad portas, cundiendo el desconcierto, lo que motivó medidas desacertadas como extender la edad de jubilación en unos 5 años, resultando a la postre una solución contradictoria pues poco después se aplicaron las famosas medidas de la disponibilidad laboral separando, o reubicando, forzosamente un gran numero de trabajadores que desempeñaban labores aparentemente innecesarias, amén de resultar una carga injusta para una población agotada y mal retribuida, dejando un saldo psicológico negativo que resulta inoperante en términos de alentar la reproducción. En este sentido, el proceso de disponibilidad laboral constituye una prueba de que lo que es coyunturalmente bueno para la economía nacional, no siempre es bueno para la persona concreta, y entonces nos podemos encontrar en presencia de una violación del principio de equidad que, por lo menos en derecho, no es otra cosa que la justicia aplicada al caso concreto.

Por otra parte, la postergación en cinco años de la edad de retiro implementada por la Ley 105 de 2009, nueva Ley de Seguridad Social, en su artículo 22, es de dudosa pertinencia y mucho menor efectividad. Su propósito no es proactivo, no pretende plantarle cara a una situación inevitable, sino más bien reactiva al retardar en cinco años el momento en que los primeros representantes sobrevivientes del baby boom de entre 1960 a 1974, unos 3,6 millones de personas, entren en edad de retiro, lo cual debe ocurrir a partir de 2020 convirtiéndose en pensionados por edad de la Seguridad Social. Pero postergar no es resolver, y una vez transcurrido el quinquenio “arañado” a los sexagenarios trabajadores, deberán, sin más excepciones dilatorias, enfrentarse al problema con verdaderas soluciones, y no con más retiradas estratégicas. Es otra forma de desatar el nudo gordiano de un sablazo, dictado por la impotencia de no poder resolverlo con inteligencia.

Un enfoque sumamente original al tema “de la rápida disminución de la población” es el formulado por Gregorio Marañón en el ensayo “El pánico del instinto” [2]. Lamentablemente, el tiempo se ha hecho notar en muchos de los escritos de este sabio, especialmente en el estilo, pero la infatigable curiosidad intelectual que lo caracterizó salva esta situación, deparando siempre a quien lo lee el placer de la originalidad. En su momento, y hablo de la primera mitad del siglo XX, a Marañón no le pasó desapercibida la tremenda importancia del fenómeno, su universalidad y el carácter predominantemente urbano, cosmopolita, que adopta, ya que, señala, “existe en todas partes; y sobre todo, en las grandes poblaciones, en las ciudades populosas”. Asimismo, elaboró una teoría para explicarlo recurriendo a determinaciones psicológicas del comportamiento grupal que pudieran inscribirse tal vez dentro de la psicología social, con especial énfasis en categorías como las actitudes y las expectativas, formulado a su manera y con términos propios como instinto de la especie y angustia humana para referirse a una situación anormal de la vida humana en que, llevado de motivaciones ocultas, subconscientes, el individuo deja de reproducirse como una reacción defensiva. Afirma que “la causa más importante de la infecundidad colectiva es un miedo subconsciente a perder los hijos en las guerras o en los grandes trastornos sociales de orden político que se ciernen sobre la humanidad actual”. Funcionando el instinto de la especie a modo de resorte de seguridad para cerrar la llave de la fecundidad “si adquiere, en el antro oscuro de su conciencia, la convicción de que esos hijos puedan desaparecer antes de haber cumplido el fin para que fueron creados y por motivos ajenos a la eterna y universal conveniencia humana”. En resumen, “la disminución de la población es (…) la reacción del instinto de la especie ante una vida histórica sin horizontes conocidos”. Curiosamente, la historia es recursiva, y la teoría un tanto positivista de Marañon ha estado implícita en algunos análisis de la dinámica del crecimiento demográfico en relación con las tendencias sociopolíticas mundiales. El boom de natalidad de los años sesenta dio paso a la transición demográfica que desde entonces es tendencia en casi todo el mundo occidental, caracterizada por bajas tasas de natalidad y de mortalidad. Paralelamente, en esa misma década la URSS alcanzaba la paridad nuclear con los EEUU, lo que significaba simple y llanamente que en caso de un ataque por parte de alguna de las dos superpotencias, la destrucción mutua estaba asegurada. Pensando en este escenario, el académico soviético Dmitri Lijachov escribía en los años 80: “También las parejas (…) ahora se preguntan: ¿Para qué tener niños que se verán privados del futuro?”(Sputnik, julio de 1987). Este escenario no ha cambiado, por el contrario, las amenazas más terribles se han corporizado en un mundo cada vez más aleatorio y complejo, con nuevos actores que llenan de incertidumbre el futuro.

En realidad, a lo que en su momento Marañón percibió, un tanto pintorescamente, como instinto de la especie, hoy pudiéramos agregarle todo un conjunto de actitudes y estados existenciales complejos relacionados con la confrontación de bloques económicos e ideológicos reacomodados tras el fin de la Guerra Fría clásica, el peligro nuclear actualizado con el surgimiento de nuevas potencias nucleares que gozan de muy bajos estándares de responsabilidad según los medios de difusión occidentales, como Pakistán, India, Israel y Corea del Norte, la crisis de los paradigmas, las ideologías, la autoridad y el Estado de fines de los 80, la pérdida de referentes, la invisibilización de la persona, la negación de la historia y el fracaso de los grandes relatos de la modernidad, la negación constructivista de la cognoscibilidad de la realidad objetiva y una reafirmación de la subjetividad como verdad última y eficiente, la verdad construida por la subjetividad de cada individuo como única certeza en contradicción con las verdades construidas o percibidas por los demás y por la colectividad en su conjunto. Además de todo esto, la coyuntura demográfica actual se nos presenta dentro de un complejo escenario al que hay que sumarle el debilitamiento del sentido valorativo referencial de la familia, el surgimiento de brechas y rupturas generacionales debido al rápido desarrollo de la tecnología, “la reducción de la vida media de los productos en general y de la tecnología en particular”[3] lo que significa que cada vez son menores los términos del reemplazo tecnológico dificultando el dialogo intergeneracional basado en un lenguaje y un vocabulario comunes, así como la perdida del compromiso social de los individuos. La tendencia debe apuntar hacia una mayor aleatoriedad en todos estos procesos, agudizándolos y dificultando la solución.

Por otra parte, ha sido muy popular la relación entre economía y demografía que se inscribe dentro del enfoque más ortodoxo y tradicionalista de esta ciencia. Malthus  postuló la teoría de que la población crece en una progresión mayor que los recursos alimenticios, conduciendo a la depauperización, y eventualmente, a la despoblación o la extinción. Malthus es famoso, entre otras cosas, por encarnar el típico sociópata pasivo, de apariencia insignificante, latente en algunos sectores reaccionarios de la intelectualidad cómplice del relato capitalista, que aconsejaba, para alcanzar el equilibrio, promover el exterminio planificado de los pobres mediante guerras, epidemias y hambrunas creadas ad hoc por las clases gobernantes, así como el control de la natalidad mediante la esterilización forzosa. A pesar del carácter brutal de la teoría de la población de Malthus, no deja de ser cierto que el crecimiento humano debe estar acompañado por el económico. Cuando esto no ocurre, se producen crisis alimentarias y la misma población se autorregula hacia una nueva fase de la transición demográfica, limitando la natalidad. Una sociedad con un alto dinamismo demográfico positivo, o que pretenda lograrlo, tiene necesariamente que potenciar un alto desarrollo productivo, pues de lo contrario se verificaría una especie de cuello de botella alimentario creando el colapso social. Uno de los incentivos de la economía China e India para mantener una tasa de crecimiento elevado es precisamente el hecho de ser las dos mayores potencias demográficas del mundo.

Seguramente la solución a la transición demográfica haya que buscarla en un análisis basado en un enfoque sistémico y multifactorial, holístico, pero sin achacarlo todo al fatalismo económico de corte Malthusiano, a la urbanización, a la educación universitaria, a los métodos anticonceptivos o a la emancipación de la mujer, sino analizar cuanto de responsabilidad pueden tener los determinantes ya mencionados, y otros como la anomia y hasta que punto el hecho de no encontrar muchas veces canales viables para la realización personal afecta la disposición de las personas para dejar descendencia. Tendríamos que cuestionarnos la funcionalidad del sistema mismo en ámbitos instrumentalmente sensibles para el individuo, así como la capacidad que poseemos, en el caso de Cuba, de construir todavía un relato alternativo y creíble que reafirme un proyecto totalizador de la historia basado en una escatología marxista-leninista, poniendo al individuo en el centro de un discurso histórico concreto; si nuestro propio relato mantiene su simbolismo liberador, su poder de emancipación, su fuerza desalienadora y su antigua capacidad de convocatoria, lo que no significa en modo alguno abandonarlo, sino todo lo contrario, retomarlo desde una praxis que coloque al individuo en el centro de un proyecto social inclusivo que tenga como meta el desarrollo sin comprometer la equidad y la justicia social que aún tiene un fuerte sustento en la subjetividad colectiva de los cubanos.


[1] Alberta Durán Gondary y Ernesto Chávez Negrín. Una sociedad que envejece: retos y perspectivas. Temas, no. 14, abril-junio de 1998. pp. 57-68.
[2] Gregorio Marañón. Tiempo Viejo y Tiempo Nuevo. Espasa Calpe, S.A. 1956. Séptima edición. pp. 39-79.
[3] Wim Dierckxsens. La transición hacia una nueva civilización. Edición conjunta de la Editora Abril y Ruth Casa Editorial. 2013. p. 9.

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