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lunes, 13 de noviembre de 2017

El mejor momento



El mejor momento

Hay un pasaje de la biografía que Stefan Sweig le dedicó a María Estuardo en la que el escritor austriaco afirma que a sus quince años, durante la boda con el Delfín de Francia, la reina de Escocia “disfruta quizá del momento de máximo esplendor de su vida. María Estuardo nunca volverá a verse tan rodeada de riqueza, admiración y júbilo”. Dejando de lado el hecho de que miles de millones de personas nunca sabrán en toda su vida, ni por un segundo, lo que es estar rodeados de riqueza, admiración y júbilo, lo que me llama la atención de este pasaje es lo estremecedora que resulta la perspectiva de haber vivido o estar viviendo el mejor momento de la vida sin nunca llegar a saberlo. Mucho más lamentable resulta que ese momento de epifanía ocurra muy tempranamente, sin que nada logre igualarlo o replicarlo más tarde, sin importar cuantos años pasen en una vida compuesta necesariamente o comparativamente de hechos menores. Sobrecoge que alguna pitonisa délfica o rabdomante de feria te diga: “Tu mejor momento ocurrió cuando tenías 15 años. Desde entonces no haces más que repetirte, tratando infructuosamente de revivirlo, desgastándote en batallas inútiles contra la mediocridad y la intrascendencia”. Como bien dijo Romain Roland, en el Juan Cristóbal: “La mayoría de los hombres mueren a los veinte o los treinta años: pasada esa edad, ya no son sino su propio reflejo, y el resto de su vida transcurre copiándose a sí mismos, y repitiendo de una manera cada vez más mecánica y más gesticulante lo que han dicho, hecho, pensado o querido, en la época en que eran”. Newton descubrió la ley de la Gravitación entre los 22 y 23 años y Einstein tenía 26 cuando publicó las bases de la Teoría Especial de la Relatividad, y 10 más cuando lo hizo con la Teoría General. Pero tuvieron aún vidas largas, sin que los logros posteriores pudieran compararse a aquellas geniales revelaciones de juventud. Otros, en cambio, tuvieron vidas luminosas y cortas como la estela de un cometa en el firmamento. Tales son, tomados de la cultura pop de ese fatídico club de los 27, los casos de Jimmy Hendrix, Jim Morrison, Amy Winhouse, Kurt Covain, Brian Jones y Janis Joplin, cuyos nombres resuenan como pulidos por la leyenda y con el brillo adicional de una juventud eterna, porque compartieron el trágico destino de morir en su mejor momento.

Ocurre lo mismo con las formaciones políticas, o económico sociales. En los años 80 incluso los expertos occidentales más perspicaces y mejor informados consideraban que la URSS era indestructible. En 1985 a nadie se le hubiera ocurrido pensar que se trataba de una potencia en franca decadencia a la que quedaban apenas seis años de vida. Sus mejores momentos, en el sentido de Stefan Sweig al inicio de este artículo, eran historia, pero hasta última hora esa abrumadora verdad permaneció oculta por un limbo de triunfalismo autocomplaciente. Gorbachov, elegido Secretario General ese mismo año más que todo por la edad, fue el epígono encargado de administrar la eutanasia al enorme organismo que se debatía por seguir viviendo a pesar de todos los esfuerzos por darle muerte, y de todas las esperanzas de la izquierda mundial porque se levantara del lecho mortuorio, como Lázaro.

En un documental sobre Mickey Mantle, alguien se preguntaba: ¿cuantos de nosotros hemos tenido nuestros mejores momentos como los de él?. Y esto me hizo pensar inmediatamente en la Revolución Cubana, y en los críticos de mala fe, los detractores inveterados del sistema socialista, los amnésicos selectivos que nunca con toda seguridad se habrán planteado la interrogante epistemológica de cuál de sus enemigos puede gloriarse de haber tenido sus mejores momentos como los de la Revolución Cubana.

Porque la Revolución se reinventa constantemente, dentro de la Revolución. Ninguna década es igual a la anterior. Muchos momentos pudieron ser el mejor momento dentro del marco temporal y conceptual que lo hizo posible, como respuesta a acciones o circunstancias especificas que lo revistieron del imperativo de tener que ser, de hacerse posible en respuesta a una necesidad histórico o político social concreta.

Hoy se abre ante nosotros, frente al imperativo de la supervivencia misma, lo que algún teórico ha definido como “evolución de la Revolución”. Esto es causa de desconcierto porque se han introducido variables que pueden conducir a la indefinición de toda la ecuación, entendiendo la Revolución en los términos de una suma matemática, sugerida por Enrique Ubieta en un artículo: “A veces, hay quien ve y suma dos más dos, y se sorprende cuando el revolucionario obtiene cinco; en realidad, eran dos más tres: el quinto elemento es lo posible que la revolución despierta”[1]. Lo cierto es que, para el cubano común y corriente, el de a pié, la cuenta nunca da, y cuando suma dos más dos con suerte obtiene tres. El elemento que indefine es el especulador que mete impunemente la mano en los bolsillos del trabajador ante la impasibilidad del Estado anonadado.

Se pudiera conceder que ese “elemento que indefine” no se manifiesta gracias sino a pesar del Estado, y hasta cierto punto pudiera ser cierto si la voluntad y los controles institucionales fueran más efectivos. Pero he aquí que el socialismo en estos días se intangibiliza cada vez más, convirtiéndose en un recurso retórico político inaprensible.

Mientras tanto, los cubanos continuamos confiando en que los mejores momentos de la Revolución estén aún por delante, más allá de la retórica demosteniana, porque ese hecho descansa en la voluntad colectiva, mayoritaria, del pueblo de seguir adelante contra toda lógica, por lo menos la lógica estándar globalizada, porque vivimos en una isla en la que, según palabras de Lezama, lo imposible al actuar sobre lo posible engendra un posible en la infinidad.


[1] Enrique Ubieta Gómez. Cuba: ¿revolución o reforma?. Editora Abril, 2012. p. 48.

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