El mejor momento
Hay un pasaje de la biografía que
Stefan Sweig le dedicó a María Estuardo en la que el escritor austriaco afirma
que a sus quince años, durante la boda con el Delfín de Francia, la reina de
Escocia “disfruta quizá del momento de máximo esplendor de su vida. María
Estuardo nunca volverá a verse tan rodeada de riqueza, admiración y júbilo”.
Dejando de lado el hecho de que miles de millones de personas nunca sabrán en
toda su vida, ni por un segundo, lo que es estar rodeados de riqueza, admiración y júbilo, lo que me
llama la atención de este pasaje es lo estremecedora que resulta la perspectiva
de haber vivido o estar viviendo el mejor momento de la vida sin nunca llegar a
saberlo. Mucho más lamentable resulta que ese momento de epifanía ocurra muy
tempranamente, sin que nada logre igualarlo o replicarlo más tarde, sin
importar cuantos años pasen en una vida compuesta necesariamente o
comparativamente de hechos menores. Sobrecoge que alguna pitonisa délfica o
rabdomante de feria te diga: “Tu mejor
momento ocurrió cuando tenías 15 años. Desde entonces no haces más que
repetirte, tratando infructuosamente de revivirlo, desgastándote en batallas
inútiles contra la mediocridad y la intrascendencia”. Como bien dijo Romain
Roland, en el Juan Cristóbal: “La
mayoría de los hombres mueren a los veinte o los treinta años: pasada esa edad,
ya no son sino su propio reflejo, y el resto de su vida transcurre copiándose a
sí mismos, y repitiendo de una manera cada vez más mecánica y más gesticulante
lo que han dicho, hecho, pensado o querido, en la época en que eran”. Newton descubrió la ley de la Gravitación entre los
22 y 23 años y Einstein tenía 26 cuando publicó las bases de la Teoría Especial de la Relatividad, y 10 más
cuando lo hizo con la Teoría General.
Pero tuvieron aún vidas largas, sin que los logros posteriores pudieran
compararse a aquellas geniales revelaciones de juventud. Otros, en cambio,
tuvieron vidas luminosas y cortas como la estela de un cometa en el firmamento.
Tales son, tomados de la cultura pop de ese fatídico club de los 27, los casos
de Jimmy Hendrix, Jim Morrison, Amy Winhouse, Kurt Covain, Brian Jones y Janis
Joplin, cuyos nombres resuenan como pulidos por la leyenda y con el brillo
adicional de una juventud eterna, porque compartieron el trágico destino de
morir en su mejor momento.
Ocurre lo mismo con las
formaciones políticas, o económico sociales. En los años 80 incluso los
expertos occidentales más perspicaces y mejor informados consideraban que la URSS era indestructible. En 1985 a nadie se le hubiera
ocurrido pensar que se trataba de una potencia en franca decadencia a la que
quedaban apenas seis años de vida. Sus mejores momentos, en el sentido de
Stefan Sweig al inicio de este artículo, eran historia, pero hasta última hora esa
abrumadora verdad permaneció oculta por un limbo de triunfalismo
autocomplaciente. Gorbachov, elegido Secretario General ese mismo año más que
todo por la edad, fue el epígono encargado de administrar la eutanasia al
enorme organismo que se debatía por seguir viviendo a pesar de todos los
esfuerzos por darle muerte, y de todas las esperanzas de la izquierda mundial
porque se levantara del lecho mortuorio, como Lázaro.
En un documental sobre Mickey
Mantle, alguien se preguntaba: ¿cuantos
de nosotros hemos tenido nuestros mejores momentos como los de él?. Y esto
me hizo pensar inmediatamente en la Revolución
Cubana, y en los críticos de mala fe, los detractores
inveterados del sistema socialista, los amnésicos selectivos que nunca con toda
seguridad se habrán planteado la interrogante epistemológica de cuál de sus
enemigos puede gloriarse de haber tenido sus mejores momentos como los de la Revolución
Cubana.
Porque la Revolución se reinventa
constantemente, dentro de la Revolución. Ninguna década es igual a la
anterior. Muchos momentos pudieron ser el mejor momento dentro del marco
temporal y conceptual que lo hizo posible, como respuesta a acciones o
circunstancias especificas que lo revistieron del imperativo de tener que ser, de hacerse posible en
respuesta a una necesidad histórico o político social concreta.
Hoy se abre ante nosotros, frente
al imperativo de la supervivencia misma, lo que algún teórico ha definido como
“evolución de la Revolución”.
Esto es causa de desconcierto porque se han introducido variables que pueden
conducir a la indefinición de toda la ecuación, entendiendo la Revolución en los
términos de una suma matemática, sugerida por Enrique Ubieta en un artículo: “A
veces, hay quien ve y suma dos más dos, y se sorprende cuando el revolucionario
obtiene cinco; en realidad, eran dos más tres: el quinto elemento es lo posible
que la revolución despierta”[1]. Lo
cierto es que, para el cubano común y corriente, el de a pié, la cuenta nunca
da, y cuando suma dos más dos con suerte obtiene tres. El elemento que indefine
es el especulador que mete impunemente la mano en los bolsillos del trabajador
ante la impasibilidad del Estado anonadado.
Se pudiera conceder que ese “elemento
que indefine” no se manifiesta gracias
sino a pesar del Estado, y hasta cierto punto pudiera ser cierto si la
voluntad y los controles institucionales fueran más efectivos. Pero he aquí que
el socialismo en estos días se intangibiliza cada vez más, convirtiéndose en un
recurso retórico político inaprensible.
Mientras tanto, los cubanos continuamos
confiando en que los mejores momentos de la Revolución estén aún
por delante, más allá de la retórica demosteniana, porque ese hecho descansa en
la voluntad colectiva, mayoritaria, del pueblo de seguir adelante contra toda
lógica, por lo menos la lógica estándar globalizada, porque vivimos en una isla
en la que, según palabras de Lezama, lo
imposible al actuar sobre lo posible engendra un posible en la infinidad.
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