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martes, 12 de diciembre de 2017

La trágica historia de Eva Golinger



En nuestros días, el movimiento reivindicatorio de los derechos de la mujer ha tomado el peligroso camino de hacerlo a costa de disminuir y satanizar al genero opuesto, convirtiéndolo en una suerte de sexo infame y maldito, culpable de todos los males de la humanidad a lo largo de su historia, reduciendo la historia misma a una lucha de géneros pugnando por prevalecer a costa del otro.

En esta tónica, un día la señora Eva Golinger, abogada y escritora, se despertó más amargada y resentida que de costumbre, encendió el ordenador y se puso a echar ranas por la boca contra los hombres que en su imago son todos unos violadores porque a los catorce años un enfermo pervertido la violó a ella.

 
Indudablemente lo ocurrido a la periodista fue una desgracia impensable. Constituye uno de esos actos de barbarie que retrotraen a la humanidad en su conjunto a la prehistoria. No hay manera de desligarnos de la parte de culpa que nos toca, pues todos somos responsables de lo que haga cualquier hombre o mujer, en el lugar que se encuentre, en contra del otro que lleva, como decía Montaigne, la forma entera de la condición humana, como también la lleva el perpetrador. Cada acción, buena o mala, proclama nuestra humanidad. Es una responsabilidad compartida, como también decían Franz Fanon y John Donne, pensando cada uno, quizás, en cosas diferentes. Si no fuera un tema tan serio, me atrevería a decir que el hecho de pertenecer a la especie humana es ya en si mismo un atenuante. También prueba que un millón de años de evolución, y a pesar de cuantos Sapiens Sapiens le pongamos detrás al Homo, seguimos siendo criaturas imperfectas a medio evolucionar, a mitad de camino entre lo que quisiéramos llegar a ser y el chimpancé primigenio del que partimos, con el que compartimos un 99 % de identidad genética. Que a pesar de los ordenadores, las estaciones espaciales o el Gran Colisionador de Hadrones del CERN, seguimos siendo monos territoriales enfatuados con el agravante de que nos creemos muy inteligentes. Y que lamentablemente, el desarrollo tecnológico alcanzado de forma general va mucho más adelantado que la madurez espiritual y la responsabilidad social en tanto suma de los valores que nos definen como especie, más allá de los accesorios incidentales, porque a fin de cuentas un iPhone, como herramienta, está al mismo nivel que un palo en manos de un gorila.

A pesar de la justeza de la causa, hay que cuidarse de caer en extremos descalificadores, y eso es precisamente la filípica de la periodista estuprada que pierde la proporción de las formas, convirtiéndose en un histérico manifiesto androfóbico tomando la parte por el todo, considerando a cada hombre un malnacido neandertal y un despiadado depredador sexual al acecho. Con lo cual demuestra que ha convertido el brutal acontecimiento en un bucle infinito, reseteándose continuamente en el momento angustioso en que perdió, junto con la inocencia, la capacidad de creer, e impidiéndole continuar adelante, como en la película de Tom Cruise, Edge of Tomorrow. La incapacidad de perdonar es el verdadero infierno. Por lo demás, el imbécil inadaptado que la atacó no merecería ni una sola de estas líneas, si su infame acto no se hubiera perpetuado a través de las cicatrices dejadas en la victima, recluyéndola de por vida en una especie de gineceo mental inaccesible convenientemente protegida de esa peste de leprosos libidinosos que, a su juicio, somos nosotros, los hombres.

Pero, en realidad, no todos los hombres son malos, ni todas las mujeres buenas. Para pecar, casi siempre hacen falta dos. Si afirmamos el duro hecho de que ya no quedan caballeros andantes, debemos aceptar en la misma medida la realidad de que tampoco existen damas que estén a la altura de convertirse en ideal. Si en la Edad Media los caballeros se dejaban descuartizar por la dama de sus pensamientos, aquellas mascaban cal para merecerlo. Hoy, cuando se habla de los Borgia nadie recuerda ya a Rodrigo (Alejandro), el Papa venal, nepotista y simoniaco, ni a Cesar, el inescrupuloso Príncipe que sirvió de modelo a Maquiavelo, y mucho menos a Francisco de Borja (un Borgia recastellanizado), el santo jesuita, sino a Lucrecia, la tenebrosa y bella reina del veneno y la lujuria, arquetipo del modus vivendi en las cortes del renacimiento italiano.

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