Estos días de inicio de año nos
brindan una oportunidad excepcional para conocer un poquito mejor a los demás y
a nosotros mismos. Un filósofo que vivió en las postrimerías del imperio romano,
elevado a los altares por la iglesia católica, San Agustín de Hipona, afirmaba
que “tu deseo es tu oración”. Entre
otras cosas es una exhortación a llenarnos de pensamientos positivos, pero
también significa que por los deseos podemos conocer que es lo que resulta importante
para la persona, cómo es, que temperatura marca el termómetro de sus valores. Especialmente
reveladores son los deseos de fin de año y año nuevo. El espectro no es tan
amplio, casi siempre en torno a la salud y la prosperidad, que aunque cubren
casi todas las expectativas, no las agotan del todo. Existe por ahí una frase
que afirma que el sabio habla de las
ideas, el inteligente de los hechos y el hombre vulgar de lo que ha comido. Y aunque Borges, maestro
de la palabra, un tanto cínicamente escribió que casi nunca lo que decimos se
parece a lo que somos, sin embargo, no hay dudas de que las palabras son una
expresión de la forma particular de entender el mundo, y de las herramientas
valorativas con que cuenta cada cual para entenderlo.
Estas reflexiones me las motivaron
precisamente unas palabras de fin de año, captadas al azar en plena calle, que no
destacan por su originalidad, profundidad o lirismo sino que, por el contrario,
se han convertido en una angustiosa queja letánica, a modo de conjuro o
exorcismo inconsciente en boca de los cubanos: “¡Que mala está la cosa!” –dijo la mujer al pasar junto a la
carretilla donde un nuevo Shylock ofertaba viandas y vegetales a precios de
posguerra, apresurándose mientras arrastraba del brazo a una niña pequeña con
cara de absoluta indiferencia por las mercantiles preocupaciones de la gente
grande.
Quizás a esta persona le faltaron
palabras para formular un deseo de año nuevo y quedó como la expresión amarga de
una fallida articulación de la realidad material con los deseos de la
subjetividad. Una relación que por definición es problémica e implica conflicto,
tensión y dicotomía. Por eso es necesario clarificar, antes de dejarnos
arrastrar por la amargura o el desaliento, qué es lo realmente importante para
nosotros, que tan mal, o tan bien estamos. Habría que buscar un paradigma
absoluto del bienestar que funcione para caracterizar lo individual o la
colectividad en su conjunto, y entonces quizás veríamos con sorpresa que, en el
fondo, no estamos tan mal, ni la “cosa”
está tan jodida como en un primer momento pensamos, y que depende más bien de
los estándares que se nos impongan o que nosotros mismos asumamos, o de los
referentes usados para comparar, ya que continuamente, y aún inconscientemente,
estamos comparando mientras hilvanamos el proceso discursivo del pensamiento, sin
menospreciar las aspiraciones individuales que poseen valores instrumentales
propios y determinados. Si algunos sueñan con hacer turismo en Grecia para admirar
el Partenón, para otros contemplar ruinas de la cultura clásica en algún pedregal
del Ática puede no ser más que una ociosidad esnobista. Lo que importa es el
valor instrumental de las aspiraciones, siempre que constituyan motores de
impulso, y no meros condicionantes inmovilizadores, portadores del veneno
oculto de la frustración.
Cada persona es tan miserable como
cree serlo. Es casi una condición existencial. Como el Juan Aldán de Los gozos y las sombras, anarquista por
resentimiento, y no por convicción. Lo mismo se sentirían infelices en La Habana que en Madrid o en
Sibaris. Parecen haber sido creados para militar permanentemente en la
oposición, porque se encuentran raigalmente incapacitados para ver lo bueno; nacidos
para criticar, para señalar solamente lo malo, olvidan que una interpretación,
un tanto casuística, del mal, de lo malo,
es como ausencia absoluta de bien, de lo
bueno. Serian capaces de preguntar, como Unamuno, “¿de qué se trata, para oponerme?”. Al que hace de quejarse un
oficio, se le atrofia la capacidad de apreciar lo hermoso y bueno. Las mejores
cosas las recibimos sin costo alguno, se nos ofrecen como un don gratuito de la
vida. En cambio, nos afanamos por rodearnos con vacuidades costosas que no
hacen más que ahondar el abismo del vacío interior. Recuerdo las palabras de
Rousseau al inicio, creo, del Emilio,
cuando decía que el hombre ama los monstruos: nacen libres pero insisten en cargarse
de cadenas.
Las cosas las percibimos a través de
los cristales de la subjetividad, por lo que generalmente la percepción de la
realidad y la valoración que de ella hacemos estarán sesgadas por los prejuicios
y las ideas apriorísticas que condicionan nuestra personalidad. Conozco
personas que le echan la culpa de sus fracasos, o de la angustia existencial que
los ahoga como un reflujo gástrico, a la economía, al gobierno, a la pareja, al
trabajo o al clima, sin excluir que en algún momento todos juntos o por
separado efectivamente influyan en la percepción del bienestar individual. Pero
las culpas, como decimos en buen cubano, nunca caen al suelo. Algunos creen que
mudándose a otra provincia, o cambiando de trabajo, serían felices. Bueno,
como decía Dale Carnegie, eso es dudoso. Las personas más felices son aquellas
que necesitan menos para serlo, aunque un corazón enorme, lleno de gratitud y
deseos positivos, no es poco. Así que, para este 2018, saca toda la felicidad
que puedas de lo que estás haciendo, no pospongas el ser feliz hasta alguna
fecha futura ni lo dejes en manos del gobierno o el clima, que casi siempre terminan
arruinándolo todo, y vive convencido de que no es necesario salir de nosotros
mismos o ir a lugares remotos para conseguirla. Descubrirás que la “cosa” no está tan mala, que nos sobran
motivos para ser optimistas y sentir reconocimiento. Que lo logres es mi deseo
para este año que recién se estrena. Para comenzar, no sería mala idea imitar a
ese barbero de mi pueblo que colgó un letrero en la pared con estas sabias
palabras: “Prohibido hablar de la cosa”.
[1]La “cosa”, en la cosmogonía que forma
parte de la teoría del todo de los cubanos viene siendo como el verbo
unificador de todos los elementos externos al individuo por los que se
articula, o en los que se manifiesta, la relación social enajenante.
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