Benjamín
Disraeli era, en principio, lo antipolítico inglés: judío con un nombre casi
simbólico, exótico, sin tradición familiar en los negocios públicos, sin
fortuna, endeudado hasta las sisas de la levita, y para colmo, un libelista, un
novelista de folletines románticos idealizando la edad media, a los jesuitas y
al catolicismo, y por último, un dandy[1]
afectado e impertinente. Pero a golpe de empeño, paciencia y talento llegó a
convertirse en la figura más emblemática del periodo victoriano, en el leader indiscutible de un partido de
gentileshombres agrarios dueños de castillos y caballos de raza, al extremo de
deprimir, en todos los sentidos de la palabra, a políticos “natos” del
stablishment como Sir Robert Peel y William Gladstone. Su lento ascenso al
poder fue el reconocimiento del genio político, en un sistema cuidadosamente pensado
para excluir a los elementos extraños y que no contaran, por lo menos, con una
bolsa bien provista.
En
su juventud, Disraeli fue un dandy por cálculo, como recurso para sobresalir en
una sociedad férreamente clasista y estamentaria, cuyos cenáculos exclusivos se
aburrían rabiosamente y acogían con agrado lo extravagante siempre que ayudara a
contener los bostezos del aburrimiento, una patología crónica de la
aristocracia decimonónica. Es una de las amargas facetas de un sistema político
donde el genio para ascender socialmente, tiene que allanarse a pasar por la
fase de esperpento antes de manifestarse como un carácter independiente. En
Disraeli, hombre sin fortuna pero de una poderosa inteligencia, quizás se
excuse su periodo de excentricidad como una forma un tanto transparente,
incluso para sus contemporáneos, de encausar una abrasadora ambición y abrirse
paso en los salones exclusivos de la alta sociedad que de otra forma le estaban
vedados por su humilde nacimiento. Pero el político es lo opuesto al dandy. El
Disraeli político que encontramos en las sesiones de los Comunes pronunciando
discursos brillantes es lo opuesto al Disraeli dandy que agradaba a las mujeres
y enfurecía a los hombres con su frivolidad y aparente, solo aparente, petulante
indiferencia.
Se
cuenta que, al morir, dejó el vacío y el desconcierto, y hasta la oposición le
rindió homenaje. Lo mismo que de Talleyrad, alguien pudo haber comentado: Dizzy
ha muerto, ¿con que objetivo lo haría?. Esta última frase retrata el oficio del
político, cada una de cuyas acciones y palabras encierran una intencionalidad
bien calculada. Es por eso que resulta tan desconcertante el dandismo político del
jefe del ejecutivo de una nación con una larga tradición presidencialista como
los EEUU. De forma similar al imperante en la Gran Bretaña del siglo XIX, con
otras peculiaridades pero diseñada para alcanzar los mismos objetivos, el
sistema electoral de los EEUU permite de cierta forma a las elites del poder
tener el control, así sea recurriendo a métodos fraudulentos, de los resultados
comiciales para la primera magistratura. Cuando un candidato como Donald Trump
es promovido a la presidencia, uno no puede dejar de pensar que algo está jodidamente
mal en la llamada clase política de los EEUU.
Porque
Trump, el dandy, es lo opuesto al político. En principio, se dice que el
hombre, y la mujer desde luego, es un animal político. Es el resultado de la
socialización y la vida en común dentro de una polis, o dicho con palabras de Feuerbach, el hombre es un producto del hombre. Ha desarrollado herramientas
instrumentales que le permiten interactuar, colaborar, convivir funcionalmente
con otros hombres y mujeres, respetando los derechos de ese otro(a) que está
siempre como un ser ubicuo e intangible, aunque no esté, porque siempre están
los derechos abstractos que han sido codificados en normas jurídicas por lo que deben ser
respetados imperativamente. “Todo lo humano es intrínsecamente social”,
escribió acertadamente el periodista Enrique Ubieta, y más que social, “es
esencialmente «político», puesto que la actividad para transformar y dirigir
concientemente a los demás hombres realiza su «humanidad», su «naturaleza
humana»”(Gramsci).
Trump
ha dejado en claro que ni siquiera tiene en cuenta las normas básicas del
respeto a la dignidad de sus conciudadanos al hacer reiteradas declaraciones
peyorativas y descalificadoras referidas a las minorías, a las mujeres, a los
inmigrantes, al Islam. En política interior como exterior ha demostrado poseer
una cabeza llena de tantos prejuicios que no dejan lugar a ideas nuevas, haciendo
de la necesidad virtud: a falta de principios, prejuicios. Ha convertido algo
absolutamente serio como la política, en otra cosa absolutamente banal. Me
pregunto si los ciudadanos norteamericanos, o la clase política que los
representa, están tan endiabladamente aburridos que sentaron en la silla
ejecutiva de su nación a un dandy petulante y extravagante, que no va a cambiar
porque el no es un dandy por recurso, como Disraeli que llegó a ser un gran
político cuando se sintió libre de despojarse de la fingida máscara de petulancia,
sino por vocación como Brummell, que convirtió la afectación y la impertinencia
en forma de vida, en arte, el arte de la fatuidad.
[1] Dandy (en español la Real Academia prefiere dandi): la acepción de la academia se
limita a considerar al dandy en su indumentaria, como alguna especie de arbitro
de la elegancia y del buen tono. Sin embargo, yo me refiero aquí a esa otra
faceta del performance dandy que incluía, además del emperifollamiento
amanerado con encajes y terciopelo, el epigrama hiriente, un laconismo afectado
y unas ínfulas de superioridad afincado en su credo estético superior, que
quizás fue lo que apreció Martí en Wilde cuando lo llamó pagado de si mismo (JCRL).
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