Las más altas cumbres del poder
suelen ser solitarias, y el aire enrarecido de las alturas perturba el juicio.
Asomarse al abismo a 6. 000 mil pies sobre
el nivel del hombre y del tiempo produce vértigo, y no es infrecuente
encontrar alucinados entre quienes respiran el
aire más puro y más fuerte de esas cimas abismales donde habita el
Superhombre, como creyó entender Nietzsche en una delirante revelación
megalomaniaca que lo condujo primero a proclamar sin pudor su propia
genialidad, y luego directo al manicomio.
No tengo dudas de que Donald Trump
sufre en su forma agravada y más virulenta, el famoso delirio de las alturas de
Nietzsche. Al creerse muy sabio, muy listo, valida la frase del filósofo de que
cada hombre tiene tanta vanidad cuanto le
falta razón. Tan grande es su vanidad, que lo llena todo, no dejando lugar,
cuando él está, para nadie más. Con su presidencia ocurre algo que a mí por lo
menos me parece inédito en la historia de los EEUU desde hace décadas: es el
gabinete de uno solo. La excéntrica personalidad del mandatario absorbe toda la
atención. Su histrionismo opaca todas las demás. Parece estar inmerso en una
obra, escrita por él mismo, donde no hay actores secundarios, y el resto del
elenco se mueve por el tablado como sombras chinescas anodinas e impersonales;
o en una suerte de monólogo en un idioma que solo él entiende. Si a mí me
preguntan, ahora que escribo esto, quien es el Vicepresidente, o el Secretario
de Estado de este gabinete, me pondrían en la vergonzosa necesidad de confesar
con sinceridad absoluta que no sabría la respuesta sin acudir a la Internet o a la Wikipedia. Tampoco
es que merezcan el esfuerzo. Sin embargo, de memoria y con facilidad puedo
mencionar nombres relevantes de pasadas magistraturas –algunos incluso llegaron
más tarde a la silla ejecutiva –, como Richard Nixon, Alexander Haigh, Henry
Kissinger, George Bush Sr., Al Gore, Dick Cheney, Colin Powel, Condoleezza Rice
o John Kerry –no dije que fueran “buenos”, casi todos encarnan al “americano
feo”, pero tienen en común que se les permitió desempeñar cierto protagonismo de
segunda línea, eran actores de reparto y lo sabían pero no se les despojó de algún
peso dramático en la trama política, cada uno en su cartera y en sus gobiernos
respectivos.
Los defensores de la autoproclamada
Primera Democracia del Mundo han sido colocados en un terrible aprieto por el
gobierno personalísimo de su Primer Magistrado. No sé como conciliarán la
democracia representativa con este ejercicio de poder neroniano donde ningún
actor secundario puede permitirse la inexcusable falta de delicadeza de eclipsar
al César. Una orquesta sinfónica con un solo instrumento, o un circo con un
solo payaso, terminan por aburrir al público, aunque sea un excelente payaso, y
aunque Roma, o EEUU, siempre esté sedienta de espectáculo.
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