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martes, 6 de marzo de 2018

Los cubanos no juegan a los dados





Naipe y gallos creo que decían los funcionarios coloniales españoles en Cuba, reproduciendo en el trópico el viejo arquetipo romano de dominación mediante la enajenación: pan y circo. Cuando finalmente fueron expulsados de la Isla sobre la cual ejercieron un poder absoluto y parasitario durante 400 años, dejaron tras de si el atraso, la corrupción y los vicios. La venganza de los vencidos suele ser terrible. Los aborígenes cubanos fueron casi completamente exterminados, pero su venganza, el tabaco, se proyecta como un fantasma implacable sobre el mundo, cobrando cientos de miles de víctimas cada año.

En días recientes, las autoridades policiales de mi pueblo decidieron montar en la técnica operativa de fabricación soviética y desplegar una operación a gran escala contra esa modalidad de juego ilícito que aquí se llama simplemente folio[1], creando muda consternación. En nuestro país todos los juegos de azar con apuestas están prohibidos por un problema de principios. Que un padre se gaste la manutención de la familia persiguiendo una quimera cuya realización depende de sacarse un número que le dio a saber qué potencia sobrenatural mediante un sueño es algo escandaloso para cualquier gobierno progresista. Los vicios envilecen, eso está claro. Todo lo que se aparta de la virtud llámalo vicio, decía Tomás de Aquino. Siempre me ha gustado pensar en que la etimología de la palabra virtud proviene de la raíz latina vir, varón, al igual que viril. Por tanto, virtud, virtus, es hombradía, entereza, fortaleza para actuar correctamente sin extraviar el camino por debilidades de carácter. El vicio vendría a ser, en esta entelequia, una debilidad del carácter que nos impide hacer lo que es correcto. Al parecer, el gobierno revolucionario que se estableció en Cuba a partir de 1959 pensaba igual, es decir que el hombre es demasiado débil para comportarse virtuosamente y resistirse al vicio por libre albedrío, por lo que decidieron tomar cartas en el asunto prohibiendo por ley todo aquello de lo que la persona debía apartarse por un acto espontáneo de la voluntad, si tuvieran fuerzas para hacerlo. La ley se convierte de esta forma en el complemento natural y saludable de un carácter incompleto.

Esto no fue algo nuevo en nuestra historia. Durante la primera ocupación norteamericana (1899-1902), Leonard Wood en un empeño obsesivo-compulsivo por higienizar las costumbres prohibió todos los juegos de azar, incluyendo en la lista, para no quedarse corto, las corridas de toros –algo que nunca prendió entre los cubanos porque era demasiado español y españolizante; en cambio promovieron el rodeo a la hechura de Buffalo Bill–, y las peleas de gallos –algo que si prendió como manifestación de cubanía–, junto a los naipes, dados, la lotería y por poco hasta el dominó. Luego otro general yanqui, Charles Magoon, se entretuvo echando por tierra las puritanas ordenanzas de su predecesor, en lo que fue entusiastamente aclamado por los sucesivos gobiernos de la República a partir de José Miguel Gómez. Se dieron cuenta de que nunca se hace tanto una cosa como cuando la prohíben. En los propios EEUU en ningún momento se bebió tanto como durante la Ley Seca. Además no se debe desdeñar la parte estrictamente económica del asunto, y que las prohibiciones no hacen más que crear una economía subterránea, una tercera economía paralela corrosiva y retardataria, fomentando el hampa y la mala vida, usando palabras de Fernando Ortiz.

A los corsarios holandeses de los siglos XVI y XVII les decían los pordioseros del mar. Andaban por el caribe con una escoba amarrada al mástil limpiando estas aguas de papistas. Luego en el siglo XX Eduardo Chivás proclamó su divisa de vergüenza contra dinero y se empeñó en una cruzada de higienización pública para limpiar las lacras sociales de la República alegre y guarachera. Creo que los cubanos estamos poseídos de una manía histórica de limpieza. Las ideas ganan eficacia cuando se materializan y tienen una concreción más allá del ámbito puramente abstracto y especulativo. La Revolución cubana, conforme a un programa nacionalista de renovación y reconstrucción histórica en la que aportaba no poco la ortodoxia de Chivás, impulsó el saneamiento y moralización de las costumbres imponiendo la ruptura con un pasado de salvaje hedonismo. Pero el gobierno revolucionario tuvo la sabiduría de apreciar que para erradicar un problema hay que eliminar las causas que lo originan, y no meramente aplicando paliativos. El principio de la salud está en conocer la enfermedad. La represión contra los juegos de azar estuvo acompañada de políticas concretas para enaltecer y desalienar al individuo, darle un sentido de integración y pertenencia a un proceso que tenía precisamente al individuo, a su emancipación y realización, como fin y meta, se les proveyó educación, trabajo y fundamentalmente, una idea con la que comprometerse, luchar y llenar de sentido la vida. Todas las medidas de la revolución apuntaron a este objetivo, fueron sorprendentemente coherentes con el proyecto de integrar socialmente a la persona tradicionalmente excluida y enajenada. Al obrar de esta manera, el gobierno no hacia más que representar eficientemente la parte que en estricta justicia le tocaba, lo que ninguno de sus predecesores había hecho. Aun cuando el estado tiene una función, entre otras, represiva, ésta solo debe manifestarse como una última ratio una vez que todas las demás fracasaron. Cuando un Estado reprime está proclamando su fracaso. El problema no es que exista “el banquero, colector, apuntador o promotor de juegos ilícitos”, sino que existan condiciones en la sociedad cubana actual que impulsan a las personas a buscar la solución de sus problemas económicos en un juego de azar, por demás tipificado como delito. El juego de azar prohibido no aliena, pero es el reflejo de condiciones y realidades alienantes en la sociedad. Si vamos a hacer las cosas bien, en lugar de mandar la caballería y aplicar el artículo 219 del Código Penal, debemos erradicar las condiciones que favorecen el florecimiento de estas manifestaciones de frustración social.



[1] Charada, bolita o lotería.

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