Naipe y gallos creo que decían los funcionarios coloniales españoles
en Cuba, reproduciendo en el trópico el viejo arquetipo romano de dominación
mediante la enajenación: pan y circo.
Cuando finalmente fueron expulsados de la Isla sobre la cual ejercieron un poder absoluto y
parasitario durante 400 años, dejaron tras de si el atraso, la corrupción y los
vicios. La venganza de los vencidos suele ser terrible. Los aborígenes cubanos
fueron casi completamente exterminados, pero su venganza, el tabaco, se
proyecta como un fantasma implacable sobre el mundo, cobrando cientos de miles
de víctimas cada año.
En días recientes, las autoridades
policiales de mi pueblo decidieron montar en la técnica operativa de
fabricación soviética y desplegar una operación a gran escala contra esa
modalidad de juego ilícito que aquí se llama simplemente folio[1], creando muda
consternación. En nuestro país todos los juegos de azar con apuestas están
prohibidos por un problema de principios. Que un padre se gaste la manutención
de la familia persiguiendo una quimera cuya realización depende de sacarse un número que le dio a saber qué
potencia sobrenatural mediante un sueño es algo escandaloso para cualquier
gobierno progresista. Los vicios envilecen, eso está claro. Todo lo que se aparta de la virtud llámalo
vicio, decía Tomás de Aquino. Siempre me ha gustado pensar en que la
etimología de la palabra virtud
proviene de la raíz latina vir, varón,
al igual que viril. Por tanto, virtud,
virtus, es hombradía, entereza, fortaleza
para actuar correctamente sin extraviar el camino por debilidades de carácter.
El vicio vendría a ser, en esta entelequia, una debilidad del carácter que nos
impide hacer lo que es correcto. Al parecer, el gobierno revolucionario que se
estableció en Cuba a partir de 1959 pensaba igual, es decir que el hombre es
demasiado débil para comportarse virtuosamente
y resistirse al vicio por libre albedrío, por lo que decidieron tomar cartas en
el asunto prohibiendo por ley todo aquello de lo que la persona debía apartarse
por un acto espontáneo de la voluntad, si tuvieran fuerzas para hacerlo. La ley
se convierte de esta forma en el complemento natural y saludable de un carácter
incompleto.
Esto no fue algo nuevo en nuestra
historia. Durante la primera ocupación norteamericana (1899-1902), Leonard Wood
en un empeño obsesivo-compulsivo por higienizar las costumbres prohibió todos
los juegos de azar, incluyendo en la lista, para no quedarse corto, las corridas
de toros –algo que nunca prendió entre los cubanos porque era demasiado español
y españolizante; en cambio promovieron el rodeo a la hechura de Buffalo Bill–, y
las peleas de gallos –algo que si prendió como manifestación de cubanía–, junto
a los naipes, dados, la lotería y por poco hasta el dominó. Luego otro general
yanqui, Charles Magoon, se entretuvo echando por tierra las puritanas
ordenanzas de su predecesor, en lo que fue entusiastamente aclamado por los
sucesivos gobiernos de la
República a partir de José Miguel Gómez. Se dieron cuenta de
que nunca se hace tanto una cosa como cuando la prohíben. En los propios EEUU en
ningún momento se bebió tanto como durante la Ley Seca. Además no se
debe desdeñar la parte estrictamente económica del asunto, y que las
prohibiciones no hacen más que crear una economía subterránea, una tercera
economía paralela corrosiva y retardataria, fomentando el hampa y la mala vida,
usando palabras de Fernando Ortiz.
A los corsarios holandeses de los
siglos XVI y XVII les decían los
pordioseros del mar. Andaban por el caribe con una escoba amarrada al
mástil limpiando estas aguas de papistas. Luego en el siglo XX Eduardo Chivás
proclamó su divisa de vergüenza contra
dinero y se empeñó en una cruzada de higienización pública para limpiar las
lacras sociales de la
República alegre y guarachera. Creo que los cubanos estamos poseídos
de una manía histórica de limpieza. Las ideas ganan eficacia cuando se
materializan y tienen una concreción más allá del ámbito puramente abstracto y
especulativo. La Revolución
cubana, conforme a un programa nacionalista de renovación y reconstrucción histórica
en la que aportaba no poco la ortodoxia de Chivás, impulsó el saneamiento y moralización
de las costumbres imponiendo la ruptura con un pasado de salvaje hedonismo. Pero
el gobierno revolucionario tuvo la sabiduría de apreciar que para erradicar un
problema hay que eliminar las causas que lo originan, y no meramente aplicando
paliativos. El principio de la salud está en conocer la enfermedad. La
represión contra los juegos de azar estuvo acompañada de políticas concretas
para enaltecer y desalienar al individuo, darle un sentido de integración y
pertenencia a un proceso que tenía precisamente al individuo, a su emancipación
y realización, como fin y meta, se les proveyó educación, trabajo y
fundamentalmente, una idea con la que comprometerse, luchar y llenar de sentido
la vida. Todas las medidas de la revolución apuntaron a este objetivo, fueron sorprendentemente
coherentes con el proyecto de integrar socialmente a la persona tradicionalmente
excluida y enajenada. Al obrar de esta manera, el gobierno no hacia más que
representar eficientemente la parte que en estricta justicia le tocaba, lo que
ninguno de sus predecesores había hecho. Aun cuando el estado tiene una
función, entre otras, represiva, ésta solo debe manifestarse como una última ratio una vez que todas las demás
fracasaron. Cuando un Estado reprime está proclamando su fracaso. El problema
no es que exista “el banquero, colector, apuntador o promotor de juegos
ilícitos”, sino que existan condiciones en la sociedad cubana actual que
impulsan a las personas a buscar la solución de sus problemas económicos en un
juego de azar, por demás tipificado como delito. El juego de azar prohibido no
aliena, pero es el reflejo de condiciones y realidades alienantes en la
sociedad. Si vamos a hacer las cosas bien, en lugar de mandar la caballería y
aplicar el artículo 219 del Código Penal, debemos erradicar las condiciones que
favorecen el florecimiento de estas manifestaciones de frustración social.
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